En Calatayud subo al departamento de primera clase de un vagón del Ferrocarril "Central de Aragón", que recorre la distancia entre esta ciudad y Valencia. El departamento es presuntuoso y viejo. Está tapizado de arriba abajo con un peluche rojo y desgastado que defiende las calvas de los respaldos con una especie de lona que ha recibido y conservado la huella seborreica de varias generaciones. Aun en su estado de cochambrosa suntuosidad, evoca con una cierta fuerza el departamento del expreso, que protagoniza el ripioso poema campoamoriano.
Es la alta madrugada y hace un frío intenso, sólido y cortante y yo me arrincono junto a una de las ventanillas para contemplar el paisaje en la amanecida, que ya comienza a dibujarse en la neblina.
Monreal, Caminreal, Calamocha, Santa Eulalia...
Campos áridos y grises interrumpidos por las vegas en las que se estremecen de frío las choperas y llanadas en las que crecen bajo la helada los yerbazales ateridos.
Tres horas de viaje y al fin se entra en Teruel, en las que las aguas rojas del Alfambra se mezclan con las cristalinas del Guadalaviar, formando el Turia o río de Teruel, cuya vega ya anuncia en estos parajes la feracidad de la huerta valenciana. Tímidamente aparece el sol tras los montes de los aljezares, y sus rayos oblicuos inciden sobre la lacería blanca y verde de los azulejos que enjoyan las torres de San Martín y el Salvador, torres que destacan bellamente sobre un celaje limpiamente azul.
Teruel no es Aragón.
Digo esto lleno de temor, porque al decirlo, doy serios motivos para que se me atribuyan manías secesionistas. Ya afirmé, en efecto, y a costa de muchas animadversidades, que Cáceres, y menos Badajoz, no son Extremadura, que las verdaderas Asturias o tierras de los Astures, que son las de Asturias de Oviedo, se concretan histórica y geográficamente al territorio comprendido entre el Navia y el Sella, empezando en el Navia hacia el oeste el territorio Galaico y desde el Sella hacia el este, la tierra de los Cántabros; y si ahora niego que Teruel sea Aragón, la cosa, aparentemente por lo menos, presenta caracteres obsesivos.
Y sin embargo es así.
Cuando en el año 1140 Alfonso II de Aragón conquista la tierra de Teruel, entre Calamocha y Segorbe de norte a sur, y desde la Tierra Baja hasta Albarracín, de este a oeste, se forma en este territorio, así delimitado, una entidad autónoma que se denomina Comunidad o Universidad de Teruel y sus aldeas, con Fuero propio, y aunque formaba parte del Reino de Aragón, no estaba sujeta a sus leyes generales de dicho reino. El mismo rey Jaime I, nos dice en su Crónica, al escribir el itinerario entre Valencia y Zaragoza: "Y saliendo de Teruel, entré en Aragón". Y más adelante, en el siglo XV, un jurista afirma: Qui natus est in Turolio nonest in Aragonia natus, sed in Serranía; y aun en el XVI, Felipe II, escarmentado por las granujadas de Antonio Pérez, hizo redactar un "Memorial ajustado" para separar a los turolenses de los Fueros Generales de Aragón.
Pero lo curioso es que los ciudadanos de la Ciudad de Teruel y de la Comunidad de sus aldeas estuvieron muy cerca de cuatro siglos jugando con dos barajas, acogiéndose a los Fueros Generales de Aragón, cuando esto les era más beneficioso, lo que alegaban en cada caso con el espíritu sutil del valenciano y defendían con toda la obstinación aragonesa.
Naturalmente nada de esto (Dios me libre) se podía decir en Teruel, porque este territorio y sobre todo la capital se sienten muy aragoneses indisolublemente ligados al Aragón histórico, que mima y acaricia estas ásperas tierras con fraterna solicitud.
Teruel se aferra a su aragonesismo, principalmente porque fue poblada por gentes aragonesas que, juntamente con los moros que no quisieron abandonar la Muela en la que se alza la ciudad después de la conquista, integraron toda su personalidad como población. Lo que el turolense no quiere en manera alguna es ser valenciano, pues con esos odios celtibéricos que engendra la proximidad entre poblaciones, el valenciano odia al turolense al que llama churro y el turolense desprecia al valenciano al que llama llanda, sin que hasta el presente haya yo podido averiguar ni la etimología ni el significado de ambos dicterios, estando estos sentimientos tan arraigado en todo el territorio, que ni aun el enclave del Rincón de Ademuz, que administrativamente pertenece a Valencia pero que está incrustado en la provincia de Teruel, quiere ser valenciano.
Huesca, Zaragoza y Teruel forman hoy (ya desde el siglo XVI) una unidad político-geográfica compacta, unida y españolísima, mantenida con esa tozudez racial de la que el aragonés hace gala, quizá un poco exagerada y a veces un poco impertinente. Hay allí un sano regionalismo, pero no separatismo. Solamente el profesor Moneva, uno de esos seres que para alardear de sabios suelen cultivar la estrepitosidad, decía en ocasiones que su mayor ilusión sería morir de carabinero en la frontera de Ariza. Pero Moneva era (dicho con perdón) un culo de mal asiento, que protestaba por todo con estrépito en la protesta, con un afán incontenible de singularizarse, recurriendo para ello a las más extrañas resoluciones. Cuentan de él que en cierta ocasión, habiendo reñido con el arzobispo de Zaragoza, se mudó de la casa en que vivía en esta ciudad a otra de la parroquia de Santa Engracia, parroquia que, por una de esas anormalidades tradicionales de la división eclesiástica, pertenecía a la diócesis de Huesca.
De este modo don Juan, en lo eclesiástico, pasaba a ser súbdito del prelado oscense y se extrañaba del Cesaraugustano.
Zaragoza, Huesca y Teruel suelen manifestar su solidaridad regional realizando actos que se denominan de "Afirmación Aragonesa" y que consisten en reuniones de las tres provincias en la capital de una de ellas, celebrando festejos, reuniones de trabajo, banquetes y conferencias, exponiendo las aspiraciones de la región y exaltando la fraternidad que unía a las tres provincias. Ello se reflejaba luego en gestiones conjuntas ante los poderes centrales, gestiones que solían dar muy buenos resultados.
En el año 1925, estando yo en Teruel, se celebró uno de estos actos, que fue cordial, brillantísimo y entusiasta sobre toda ponderación: pero no puede decirse sin embargo que se cerrara con el consabido broche de oro que es de rigor en los finales apoteósicos de los acontecimientos triunfales.
Se juntaron en el Teatro Marín para la celebración de un festejo final, las tres provincias representadas por sus autoridades civiles, militares y eclesiásticas y hubo jotas a todo tirar, cantadas por un mozo de Huesca, una moza de Torrero y otro mozo de Cella. Sonó una vez más la Campana de Huesca; la Virgen del Pilar nos repitió aquello de "que no quiero ser francesa" y se ensalzó la fidelidad romántica de los Amantes. Bailaron varias parejas y para final se hizo la representación de un número realmente sensacional. Era una rondalla de seis bandurrias, seis guitarras y dos guitarricos, que habrían de acompañar las coplas de un cantante excepcional: un chiquillo de apenas ocho años que cantaba jotas con una voz, una entonación y un sentimiento sorprendentes, que en la emisión del crescendo y los sobreagudos alcanzaba tonalidades prodigiosas.
Entró la rondalla en el escenario ordenándose en semicírculo. Templaron sus instrumentos y al aparecer la criatura prodigiosa sobre las tablas, estalló la ovación más estruendosa que se puede imaginar. Los obispos, los alcaldes, los presidentes de las tres diputaciones provinciales, toda la concurrencia en suma, puestos en pie, aplaudían con clamor. Aquella figurilla frágil, pero graciosamente desenvuelta, atraía con incontenible simpatía. Vestía a la aragonesa, con el traje clásico de baturro, calzón corto, sin chaqueta, chaleco abierto sobre la faja, y ciñendo la frente, el pañuelo atado típicamente como muy bien cuadra al tocado del baturro.
Sonó el rasgueado sonoro y enérgico de la jota y el chiquillo rompió a cantar. Eran estrofas bravías de un patriotismo fiero y de una religiosidad desafiante y a veces hasta agresiva; pero siempre de una energía y de una pujante belleza, que el chiquillo modulaba magníficamente sobrevalorizando hasta un límite las modulaciones. Parecía inverosímil que aquella figurilla pudiera emitir y sostener notas tan elevadas y que a veces éstas se deslizaban con un sentimiento realmente conmovedor.
Una jota tras otra, multiplicando temas y variados estilos. Cada copla era premiada con una ovación que superaba en estruendo a las anteriores y que se anunciaba el final con la frase "esta va por despedida" con la que los joteros ponen punto a su actuación en las rondallas, el público puesto en pie, reclamaba otra y otra, cada vez con mayor clamor.
El chiquillo no sabía ya qué cantar; se le había agotado ya el repertorio y miraba a derecha e izquierda buscando una solución. Pero como el estrépito arreciaba hizo una seña a los de la rondalla que sorprendidos, rompieron a tocar, creyendo que el muchacho iría a repetir una de las coplas ya cantadas. Pero el chico, con la mayor naturalidad, ingenuamente cantó:
"Nunca acabarán, señores,
los males de los obreros
mientras manden en España
la monarquía y el clero".
Carcajadas estrepitosas en el patio de butacas, ovación estruendosa en las alturas y arrastrar de sillas en las plateas de las autoridades...
Y sin embargo, aquella última copla era la jota verdadera, la entrañable, la no aprendida para las circunstancias, la reveladora del sentimiento del medio en el que el chiquillo vivía, y que, inocentemente, de un modo automático, repitió sin darse cuenta de lo que decía.
La divagación ha sido larga, y no estamos seguros de que sea del todo pertinente. Perdón por todo ello y volvamos a las impresiones de mi llegada a Teruel.
Un coche desvencijado tirado por dos caballejos esqueléticos, remonta penosamente la Cuesta de San Francisco, y me lleva como único viajero hasta el rellano del Óvalo donde se encuentra el Hotel Turia, único a la sazón existente en la ciudad, y el Ministerio de Información y Turismo se vería hoy en grave aprieto para adjudicarle el número de estrellas que le corresponden en la clasificación. Porque el Hotel Turia no es ni bueno ni es malo; es como es y como ocurre con todos los objetos que ontológicamente son reales toda su realidad se agota en su ser.
Toda la parte anterior la ocupa un comedor amplio y bien ventilado, con balcones que se abren sobre el mencionado paseo del Óvalo que es un rellano formado por el adarve de la antigua muralla. Del comedor parte un espacioso pasillo, a derecha e izquierda del cual se abren las habitaciones. No hay en éstas timbre de llamada, y por encima de cada una de las puertas aparece un enorme muelle con espiral, a cuyo extremo va una campanilla, haciéndose las llamadas mediante una cuerda que se pulsa desde el interior de los cuartos. La oscilación del resorte indica de qué habitación parte la llamada.
Todos los cuartos están convenientemente numerados, menos uno que promedia el pasillo a la derecha, y que en lugar de número tiene sobre la puerta un letrero que dice simplemente "Aquí es", brindando de este modo hospitalidad al huésped que recorriera el pasillo acuciado por una urgente necesidad.
Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.
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