miércoles, 2 de julio de 2014

El Deán (2)

    Salí del hotel afrontando el frío de la mañana y subiendo por la calle del Salvador desemboqué en la plaza del Torico, que andando el tiempo se habría de llamar de Carlos Castel. Observé a mi paso que a las puertas de muchas había sillas arrimadas junto al quicio, lo que me produjo gran extrañeza; y como yo me siento inquieto enormemente ante lo enigmático, abordé a un barrendero que con suaves caricias de escobón trataba de adecentar la calle.

    - ¡Otra! -exclamó el abordado con acento típicamente aragonés- ¿Es que no sabe usted que hay gripe?

    - ¿Y eso qué tiene que ver? -repliqué asombrado.

    - Pues sí tiene que ver -y me explicó-, Como hay mucha gripe no se avisa al médico y éste sale de su casa y entra en todas las que tienen una silla a la puerta, que es señal de que allí hay un enfermo, pero si vé que la silla está tumbada, ya no entra.

    - Claro - creí comprender-, Eso será señal de que el enfermo ha mejorado.

    - Cá. No señor. Ésa, es la señal de que el enfermo las ha llao.

    Seguí adelante algo atemorizado, tapándome la boca con mi pañuelo, cada vez que pasaba por una casa con silla a la puerta.

    La plaza del Torico es un triángulo isósceles, orientada al poniente, se cierra por dos buenos edificios, el del Banco de Aragón y el de los Almacenes Ferrán. Los lados forman porches adintelados, que rematan en el vértice del Tozal. En medio de la plaza hay una gran fuente circular de cuyo centro emerge una columna con pretensiones dóricas, sustentando sobre el capitel al torico, pequeña figura de bronce de aspecto insolente y retador. Es la representación del tótem o genio epónimo de los turboletas, enemigos de los sabuntinos y que fueron los antecesores de los turolenses actuales, según dicen.

    Del lado derecho del triángulo, arranca la cuesta de San Pedro, promediada la cual y frente a la iglesia de esta dedicación, en la que se sitúa la dramática escena de la muerte de los Amantes, está la Escuela Normal, alojada en un caserón que debió pertenecer a algún ricachón de los comienzos del siglo.

    A mi llegada, un bedel un tanto brusco me condujo a la Secretaría, donde estaba sentado ante la estufa, y leyendo un periódico, un sacerdote, que respondió cortésmente a mi saludo. No había nadie más en esta oficina, salvo este eclesiástico madrugador, profesor de Religión de la Escuela, y que esperaba la llamada del timbre para bajar a dar la clase. Era el Deán de la catedral, el M.I. Sr. don Antonio Buj Guillén.

    Alto, robusto sin llegar a corpulento y bien plantado. La tez morena con un rostro de facciones firmemente acusadas y el pelo discretamente entrecano. Frisaba los cincuenta años y todo su porte revelaba desenvoltura, sin mengua de dignidad; étnicamente podría clasificársele como típicamente aragonés, algo rural, como lo son, quiéranlo o no, todos los hombres de su raza.

   Don Antonio era hombre culto. Aparte su formación sacerdotal, sus conocimientos teológicos y su saber escriturario, sabía el Deán gozar de la buena música, entendía de literatura y de arte y hasta se desenvolvía con cierto garbo en el campo de las ciencias, especialmente en el de las ciencias naturales. Huía del engolamiento y de la pedantería y no tenía inconveniente en inventar un chiste, aunque fuera un poco verde, pero huyendo siempre de la chabacanería.

    Observador perspicaz y sutil, poco cuidadoso o más bien despreocupado de las hipócritas conveniencias, podía parecer para algunos como clérigo mundano, cuando en realidad no era otra cosa que un hombre sincero, que, a fuerza de serlo, traspasaba a veces los límites de la prudencia.

    Su carrera fue meteórica. Ya en el seminario destacó, aunque más por su inteligencia que por su aplicación, y en una marcha sensiblemente acelerada recorrió todo el cursus de las dignidades eclesiásticas, hasta alcanzar en brillantes oposiciones el deanato de la catedral.

    Nada extrañará si decimos que todo esto suscitó envidias más o menos larvadas y que éstas se manifestaron ya desde comienzos de su actuación como presidente del Cabildo.

    Al presentarse para presidir la primera sesión, los capitulares lo recibieron de uñas, con un silencio ofensivo, y cuando se rezaron las preces, se recitó la invocación Veni Sancti Spiritus y el Deán declaró abierta la sesión, el silencio se prolongó subrayado por una inmovilidad despectiva de los rostros. Aguardó don Antonio unos segundos y volvió a repetir la invitación con los mismos resultados y cuando reiteró la fórmula por tercera vez sin hallar mejor respuesta, se metió la mano en el bolsillo de la sotana, extrajo una baraja del mismo y colocando sobre la mesa cuatro cartas invitó:

    - Hagan juego, señores-. Y se dispuso a tallar al monte.

    Se produjo un inmenso alboroto. Unos lo tomaron a profanación, otros a burla irreverente, pero los más encajaron la broma y se dispusieron a continuar la sesión que en adelante se desarrolló normalmente.

    Pero la broma no era del todo inocente, pues aludía a una afición que era favorita de Teruel y que afectaba a todas clases sociales: la afición al juego, y de la que no estaban libres los capitulares, incluso el mismo Deán por supuesto.

     En Teruel había seis casinos o círculos. Era a causa del frío, pues cuando el termómetro marcaba los 18 o 20 bajo cero, el ocio no podía transcurrir en la calle y la gente se acogía a la calefacción de los casinos; y en cuanto por allá caía un gobernador asequible a las complacencias rentables, en todos ellos se jugaba y aun en otros tantos garitos más o menos clandestinos y hasta en casas particulares. Se decía que incluso se jugaba en el palacio episcopal y que la animadversión del Obispo contra el Deán, de la que luego hablaremos, se había originado en los codillos que don Antonio, tresillista formidable, había administrado a Su Ilustrísima.

     Esta pasión turolense por el juego le venía ya de muy antiguo, pues durante mis investigaciones en el Archivo de Protocolos encontré varios contratos de pintores para pintar mazos de cartas o barajas, la pintura de la casa, una de las cuales costaba XVIII doblenas de pan cocho, o sea tres sueldos jaquenses, equivalentes al jornal de un bracero.

     En relación con esa afición de los turolenses a "tirar de la oreja a Jorge" hallé asimismo otro curioso documento en el cual esta afición se menciona como los cuatro pecados más graves que se cometían en la ciudad. Es también del siglo XV y es tan curioso, que no resisto a la tentación de insertarlo en este lugar.

    Trátase de una denuncia de un celoso fraile predicador a los alcaldes, y dice como sigue:
       Ihs.
   Magnifícos señores: En esta cibdat se cometen quatro pecados muy gravíssimos, por los quales sabemos en la Sagrada Escritura que Dios suelo ferir al pueblo todo, e avn a los que son sinculpa, con el azote de la pestilencia. Amonestovos que los querais castigar, y fareis bueno romería.
       El primero
     Quitar el tablero de los dados y naipes, tapiando las casas publicamente donde se juegan, y luego a publico pregon sin tardanza.
        El segundo
     En esta cibdad hay dos mujeres, madre e fija, e con ambas han dormido casados y clérigos, haciendolas desterrar, Esto es verdad e non puedo más decir.
       El tercero
      En esta cibdad hay dos personas vezinos della, los quales publicamente dan a logro. Bien sabeis quien son, si poneis diligencias en lo saber.
      El cuarto
      En esta cibdad hay vn clérigo en compañía de dos legos que duermen con dos moras e con vna judia. Con diligencia todo se puede saber. Yo non puedo más desir.
      Fray Joan Ortega, Maestro y Lector.
    Aparte del juego se ve que entre los turolenses cuatrocentristas, y para ciertos menesteres, no había el prejuicio de la discriminación.

    Don Antonio no tenía enemistades entre la población, pues aparte las mezquinas envidiucas capitulares, que acallaba siempre su poderosa personalidad, todo el mundo le quería, celebraba sus ocurrencias y se gozaba en su democratismo de buena ley. Pero no podemos decir que contara con el cariño del Obispo. Este señor se llamaba don Antón de la Fuente y fue muy amigo del Padre Manjón, según he podido saber después. Hombre insignificante y mezquino de espíritu, no gozaba de la menor estimación entre sus diocesanos. La disciplina se basa en el prestigio de la autoridad, y mosén Antón, como le llamaban sus súbditos espirituales, los aragoneses, no gozaba entre éstos del menor reconocimiento a una superioridad, y especialmente entre el clero el menosprecio reflejaba la peor de las disciplinas. Mosén Antón, para sobrevalorizarse, solía hacer a veces algún alarde de autoridad; pero como lo hacía imprudentemente, de una manera torpe y a destiempo, el efecto no podía ser más desolador.

    Fuera por recelos de la destacada personalidad del Deán, o ya por lo de los codillos, era el caso que el Obispo acechaba la ocasión en que pudiera acometer a Don Antonio. Éste, como orador sagrado, era de verdadera categoría pero no desdeñaba ofrecer el regalo de su palabra cuando para ello se le requería, y aun espontáneamente, cuando se presentaba la ocasión oportuna.

    Se hizo célebre en toda España su intervención en el banquete que se dio al matador de toros, Nicanor Villalta, con motivo de habérsele concedido "la oreja de oro". Como Villalta es aragonés, y además, según creo, de la provincia de Teruel, don Antonio se sumó al homenaje y como notara cierta extrañeza entre los asistentes por la presencia de un sacerdote en aquella fiesta, en unas breves palabras que pronunció para unirse al homenaje dijo que no tenía nada de extraño el que un eclesiástico acudiera a festejar al que había obtenido la oreja de oro, pues al fin y al cabo fue San Pedro, el Príncipe de los apóstoles y piedra fundacional de la Iglesia, el primero que cortó una oreja. Creyó el Obispo que al fin se le presentaba la ocasión de humillar al Deán.

    Triduo en la catedral en honor de Santa Emerenciana, que, sin que yo sepa por qué, es la patrona de Teruel. Presencia de las autoridades y gran concurrencia de fieles. En el presbiterio al lado del Evangelio, el sitial del Obispo bajo dosel.

    Primer sermón del triduo a cargo del M.I. señor don Antonio Buj, Deán de la Santa Iglesia Catedral. Tema del sermón, la parábola del sembrador.

    Don Antonio está como siempre, brillante, sencillo y narrativo. Como el buen sembrador va esparciendo la buena semilla sobre el surco de las almas. Cómo el enemigo vierte valiéndose de las sombras de la noche, símbolo de la ignorancia, la mala simiente de la cizaña. La cizaña y el trigo crecen juntos, sin que el labrador prudente se atreva a arrancar la mala hierba que no se distingue bien de la buena, hasta tanto que no se diferencien.

    El Obispo, que a lo largo del sermón venía experimentando estremecimientos convulsivos, al llegar a este punto, se puso en pie en su sitial; engarfió con la mano izquierda el peluche de su reclinatorio y lanzando la diestra amenazante hacia el púlpito chilló:

    - ¡No, señor Deán! Ésa no es la doctrina. La convivencia del bien con el mal es siempre escandalosa: no podemos asistir como perros mudos al escándalo.

    El Deán se echó hacia atrás en el púlpito; y mirando al obispo entre irónico y compasivo, se limitó a murmurar:

    -  Tu es magister...

    Y pausadamente, sin decir nada más, descendió las escaleras del púlpito.

    Los fieles, en medio de un gran murmullo de asombro, abandonaron el templo.


       Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.



   

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