jueves, 31 de julio de 2014

El Tío de los Gatos (6)

   - Te estaba esperando -me dijo Buj una mañana al salir de clase-, ¿Sabes quién ha muerto?

   - ¿Quién?

   - Don Julio del Riego.

   - El Tío de los Gatos?

   - El mismo.

   - En Cáceres?

   - No. En Madrid.

   Habíamos hablado varias veces de este hombre estrafalario, catedrático de filosofía, que había recorrido media España, de Instituto en Instituto, y que desde el de Teruel se trasladó al de Cáceres, donde estaba cuando yo fui nombrado profesor de Teruel.

   - Había pedido el traslado desde Cáceres a Baena, pero no llegó a posesionarse -me explicó el Deán-, Murió en Madrid, el 18 de este mes.

   Don Julio del Riego, más conocido por los chicos de todos los Institutos de España como el "Tío de los Gatos", era un hombre extraño, de vida un tanto misteriosa y de un porte individual desaliñado y repelente. Gordo y fofo, de enorme cabeza, cuerpo destartalado y piernas de paquidermo. Rezumaba una insoportable suciedad su sombrero hongo seboso, lleno de abolladuras y vestía unos chaquetones espesos, verdaderos mosaicos de lamparones, que le colgaban hasta las rodillas. Levaba unas camisas terrosas que se cerraban con cuellos de celuloide amarillentos, que se ceñían siempre con corbatas de los colores litúrgicos correspondientes a la festividad del día. A pesar de que era hombre muy ilustrado y de una conversación culta y amena, aunque sembrada de paradojas, los compañeros huían de él, pues en realidad no se podía parar a su lado y en Cáceres vivía solo, en una habitación abuhardillada y en compañía de cinco o seis gatos.

   Por la mañana, y muy de madrugada, salía de su casa y se iba a la iglesia de Santa María, donde ayudaba en tres o cuatro misas. Luego se encaminaba al mercado, donde compraba un duro de morcilla para los gatos y se metía la mercancía en los bolsillos de la americana sin envolverla; y para él adquiría un botellín de leche, lechuga, si las había, y algunas frutas.

   Yo hablé con él pocas veces, pero el director del Instituto, don Antonio Silva, me dijo que era hombre de un saber extraordinario, pero de una ideología muy confusa. Me añadió además -y no era persona que se asustara fácilmente- que a veces le daba miedo don Julio, y que cuando hablaba de religión, decía cosas muy extrañas, que sonaban a herejía y que su misticismo era totalmente falso.

   - Dios -creo que le dijo en una ocasión- es un ser soñado. De no haber sido pensado alguna vez, no existiría.

   Y en otra ocasión afirmó:

   - Eso del Purgatorio no es más que una fantasía. Es una invención barroca del siglo XVII.
   Buj me confirmó algo de esto.

   - Sí -reafirmó-, Era así. Estaba además lleno de supersticiones, de odios y de recelos. A los pobres, sobre todo, no los podía soportar y si algún mendigo se acercaba a pedirle limosna, hasta le ladraba como a un perro.

   - Pues debía de tener dinero -dije yo.

   Sí, lo tenía y mucho. Aquí se decía que todo lo que ganaba lo llevaba encima, en el bolsillo interior del chaleco, dentro de un sobre de hule.

   - Algo se habló de ese sobre en Cáceres -corroboré- y hasta no faltó quien trató de verlo. Don Julio contestó que, en efecto, tenía ese dinero; pero que el dinero era una porquería, que no debía mostrarse a nadie. "¿por qué entonces no lo tira usted?" le preguntaron. "Por no manchar la tierra con semejante porquería" respondió.

   - Lo que hizo conmigo - continuó el Deán- es cosa que no quisiera recordar siquiera. Me dio el susto más tremendo que se puede dar a un hombre...

   ¿...?

   - Aquí vivía con su madre, que era también un ser extraño que apenas salía de casa ni tenía con nadie trato, y desde luego, con los gatos. Una noche se presentó don Julio en mi casa, pidiéndome que le acompañara, pues quería que le resolviera un caso de conciencia. Traté de excusarme, diciéndole que eso podría resolvérselo otro sacerdote cualquiera, y hasta le dí dos o tres nombres de capitulares muy versados en casuística. La verdad es que a mí me daba un poco de miedo, y más cuando me dijo que el caso tenía que resolverse en su casa, y que no requería en manera alguna sigilo sacramental. No me valieron excusas y tuve que acompañarle. Vivía en una casucha miserable del barrio de la Andaquilla. Abrió la puerta y entramos en un angosto zaguán. Percibí un olor oleoso, pesado, nauseabundo, que casi me ahogaba. Lo atribuí a los gatos. Subimos casi a tientas por la escalera desvencijada, que apenas estaba alumbrada por una sucia bombilla llena de telarañas. Ya por fin arriba, se puso ante una puerta, la abrió de un golpe lanzando una especie de gemido y ante mis ojos apareció el espectáculo más macabro que te puedas imaginar. Tendido en el suelo, entre cuatro cirios, estaba el cadáver de su madre en avanzado estado de descomposición. Los gatos estaban en torno. Tuve que apoyarme en la pared para no caer desmayado. Con palabras entrecortadas me explicó don Julio que había muerto hacía tres días y que no la había enterrado por miedo a enterrarla viva, pues aunque era verdad que la muerte biológica había ocurrido hacía ocho días, solamente hacía tres que había acontecido la muerte personal y que no debía enterrarse a nadie hasta comenzar a aparecer los signos de descomposición. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Mascullé una oración, y sin hacer caso a don Julio que me instaba para que le dijera lo que procedía hacer, salí corriendo de la casa. Estuve muy cerca de los seis meses enfermo con una neurosis enorme que me producía angustias y enormes depresiones. Creo que a la mujer la enterraron a toda prisa aquella misma noche y que don Julio se presentó al día siguiente en clase, como si tal cosa; pero los muchachos no querían entrar porque decían que las daba miedo. Por cierto que al extender el médico el certificado de defunción, don Julio dicto el nombre de la difunta y el médico siguió llenando el impreso diciendo: "Estado casada", pues le pareció obvio. Pero don Julio le detuvo para rectificar: "No, casada no. Soltera, mi madre era soltera". Entonces pidió el traslado a Cáceres.

   - Pues su muerte -continuó el Deán- ha sido lo mismo de extraña que su vida. Marchó de Cáceres a Madrid, sin duda para trasladarse a Baeza, y se alojó en una pequeña pensión, en la que al ver su porte, le exigieron que pagara por adelantado. Pagó una semana, porque dijo que no estaría más y se encerró en la habitación, de la cual no salía ni para comer. A los dos días por fin salió y se fue a una funeraria de la calle del Desengaño. Era un miércoles. Encargó un féretro y un funeral, con su correspondiente conducción al cementerio del Este. Lo pagó todo, y hasta dio una buena propina para los empleados. Dio las señas de la pensión y advirtió: "Este servicio no ha de hacerse hasta el sábado por la mañana". El funerario le dijo extrañado: "¿Todo ese tiempo van ustedes a tener el cuerpo en casa?", "Usted no tiene que preocuparse por eso", respondió don Julio. Regresó a la pensión y se metió en la cama, vestido como estaba. Hizo avisar a un médico, quien diagnosticó la pulmonía, lamentando que no lo hubiesen avisado antes, pues la enfermedad estaba muy avanzada y el estado del paciente era gravísimo. Murió, en efecto, en la madrugada del sábado, y cuando los dueños de la pensión por consejo del médico se disponían a dar parte a las autoridades, se presentaron los empleados de pompas fúnebres llevando el féretro y todo el atuendo para montar la capilla ardiente. Con gran estupor preguntaron extrañadísimos: "¿Pero quién ha encargado todo esto?", "Un señor lo encargó y lo pagó el miércoles, diciendo que hoy teníamos que hacer este servicio", respondieron los funerarios. Y casi se mueren del susto al ver que el cadáver era el señor que había contratado el entierro...

   - ¡Usted exagera, don Antonio!

   - No exagera -dijo acercándose a nosotros el director del Instituto-, ¿Hablan ustedes de lo de Del Riego? Ahora mismo lo acabo yo de leer en la prensa.

   - Entonces, ¿usted cree que vio venir la muerte?

   - Cualquiera sabe.


    Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.




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