Vida de intenso trabajo y de febriles afanes.
La Escuela me daba quehacer, sobre todo en la preparación de las lecciones, pues yo jamás he podido ir a mis clases sin un estudio previo de la explicación, envidiando a los que tienen el saber suficiente para la improvisación y aún más a los que, sin este saber, se contentan con repetir todos los años la misma doctrina aderezada con los mismos chistes y los mismos lugares comunes.
Pero mi actividad no podía limitarse al trabajo de la cátedra. Cuando llegué a Teruel ya tenía tres hijos y la prole habría de aumentarse hasta los seis y se comprenderá que sea cual fuere el valor del dinero en aquellos tiempos con relación al actual, con los cuarenta y dos duros semanales de la nómina oficial, ni aun haciendo milagros hubiera podido subsistir.
Tuve que rendirme a la ingrata tarea de las clases particulares, hinchar telegramas en un periódico nocturno y a mejorar la redacción de los escritos de un acreditado abogado, quien solía decir que, desde que me tenía en el despacho, sus demandas, querellas, réplicas y súplicas, habían ganado en sintaxis, pero perdido en jurisprudencia; pues yo me permitía algunas veces introducir modificaciones en sus borradores, que, de haber prevalecido, hubieran sin duda favorecido notablemente a la parte contraria.
y aún sacaba tiempo (no se cómo ni de dónde) para lo que más me interesaba, que era la investigación.
Catalogué el Archivo de la antigua Comunidad, que se guardaba en la Diputación; me recorrí todos los fondos y copié muchos documentos del Municipal, que había sido catalogado por Severiano Doporto; hurgué en el de la catedral, curiosamente ordenado por el canónigo archivero mosén Manuel Agustín y me recorrí casi por completo el de Protocolos, puesto a mi completa disposición por el simpático notario Ramón Moreno Palacios. Pero cuando intenté explorar el de Racioneros, me tropecé con un obstáculo insuperable; el Obispo tenía prohibido el acceso a este archivo, interponiendo nada menos que pena de excomunión para aquel que osara entrar en él. Tenía sus razones el Obispo, pues muchos rábulas habían consultado el Archivo para buscar datos a fin de plantear pleitos sobre bienes y temporalidades de los mismos racioneros.
Sentí que se me vedara el acceso a esta fuente de información que tenía el atractivo de estar históricamente, inexplorada; pero además por Teruel corría la fama de que allí se guardaban documentos hasta de Chindasvinto; y de ser esto cierto, que yo no lo esperaba, no hubiera sido desdeñable descubrimiento, aunque los documentos fueran falsos.
El fruto de este trabajo fue copiosísimo. Aparte la transcripción simultánea de tres códices del fuero, que quedó inédita por mi parte, y después he sabido que este mismo trabajo ha sido utilizado y publicado por un investigador extranjero, yo publiqué siete estudios sobre material inédito, algunos de los cuales hoy se buscan con interés por los estudiosos.
Uno de mis primeros estudios fue el titulado San Vicente Ferrer y las Aljamas turolenses, construido sobre fuentes documentales en las que constaban referencias y detalles de las visitas que hizo a la ciudad el apocalíptico apóstol valenciano a su paso de ida y vuelta del Compromiso de Caspe, y en las que apremió a las autoridades para que hicieran segregación a barrios especiales a los moros y los judíos.
Me entusiasmó el hallazgo.
Todos los días -los días que hacía sol- acostumbraba el Deán a sentarse en un banco del Óvalo para echar un vistazo a la prensa y para discretear al paso de los viandantes que se paraban para comentar con él cualquier clase de acontecimientos locales o nacionales. La mañana del hallazgo de la documentación relativa a San Vicente, me apresuré a juntarme con él.
- ¿Sabe usted -le dije- que San Vicente Ferrer estuvo en Teruel en 1212, de paso para Caspe?
- Sí -me respondió-. Hay tradición sobre esto. Dicen que pasó aquí algunos días y que no debió marchar muy contento, pues al abandonar la ciudad sacudió el polvo de sus sandalias exclamando:
"¡Teruel, Teruel!
¡Tiendecicas y burdel".
- Lo del polvo de las sandalias -comenté- lo he oído ya de otros santos. Así se dice que salió Santa Teresa de Ávila y de San Pedro de Alcántara, su pueblo natal.
- Pero lo otro debe ser verdad -cortó don Antonio- porque, como podrás comprobar, hay supervivencias.
- San Vicente estuvo aquí dos veces, para gestionar la separación de los moros y judíos de la población cristiana, pues por lo visto estaban mezclados en la ciudad.
El Deán sonriendo comentó:
- Pues que vuelva; porque de eso también hay supervivencias, cuanto menos en lo que se refiere a lo de los judíos.
- Aquí -agregué después de comentar la glosa de don Antonio- predicó el santo dos sermones y se comió un par de truchas palmares, que para él pescaron en el Guadalaviar.
Y continué relatando todos los pormenores de la investigación. Al terminar mi relato, don Antonio me dijo un tanto en reserva:
- ¿Piensas investigar sobre los Amantes?
- Dios me libre -repliqué vivamente.
- ¿Es que estás con Cotarelo? -ironizó.
- No he tomado posición crítica ante el problema -pedanteé soslayando una respuesta directa-. Cuando un hecho cualquiera, sea real, mito o leyenda se incorpora al alma de un pueblo, ya solamente por esto, adquiere la categoría de histórico. La tradición de los Amantes está incorporada de una manera enérgica y hasta consustancial con el alma de Teruel y entrar por ello con el escalpelo de la crítica me parece incluso una profanación. La crítica implica análisis y es bien sabido que todo análisis destruye el objeto que analiza. Aquí toda la romántica tragedia de don Diego e Isabel se siente como algo actual. En la toponimia urbana hay calles y plazas que la evocan. El nombre de una de las viejas puertas de su recinto amurallado se ha identificado asimismo con episodios del drama y el arte en todas sus manifestaciones les ha dado una pervivencia que ha traspasado incluso fronteras.
- ¡Bravo, maño, bravo! Todo eso está muy bien -me dice mi ilustre interlocutor- pero yo lo que querría saber es lo que tú piensas sobre la historicidad de los Amantes.
- Usted lo que quiere es que me coja el toro. ¿Verdad?
- No -rechaza con gesto amable- lo que yo quiero es precisar.
- Mire usted -accedí-, cuando yo fui propuesto por el tribunal de las oposiciones para la cátedra de Teruel, inmediatamente me lancé a estudiar todo lo que con Teruel se relaciona y a informarme acerca de las características de la ciudad. Naturalmente se me presentó enseguida la cuestión de los Amantes, cuya leyenda, mito o historia me era conocida por la literatura. Leí cuanto pude allegar sobre este tema y, desde luego, el estudio crítico de Cotarelo negando autenticidad histórica a la leyenda, diciéndola extraída del cuento titulado Girolamo y Salvestra que con el número VIII figura en la Jornada VI del Decamerón de Bocaccio. No tengo mucha fe en las dotes críticas del señor Cotarelo, pues lo he visto fallar gravemente en otros asuntos históricos; pero el dato era ponderable y hasta parecía ser convincente; pero me desagradó la forma áspera y en cierto modo despectiva de la exposición. La crítica, no obstante, pareció, convencida de la opinión de Cotarelo. Yo me abstuve de tomar posición. He creído siempre que en el origen, en el fondo de toda leyenda hay siempre algo de verdad, salvo en los casos flagrantes supersticiones como las del Santo Grial de Valencia, la Cara de Dios de Jaén, el mantel de la Cena de Coria y el Santo Sudario de Oviedo; o bien cuando son fantasías absurdas inventadas para justificar heroísmos o desastres como el tributo de las Cien Doncellas con su consecuencia la batalla de Clavijo. La historia de los Amantes de Teruel toma estado entre nosotros en el siglo XVI, parece ser en un libro de viajes titulado El Peregrino Curioso. Grandezas de España, de quien pasó a otros autores y luego a Juan Yagüe de Salas. Varían mucho las versiones tanto de la época como de las circunstancias e incluso de los personajes. Yagüe le dio forma definitiva o por lo menos la que prevaleció hasta Hartzembusch, forma que, en mi sentir es la más improbable. Yo creo que es un hecho real, cuya memoria estaba viva en el siglo XVI, cuando la recogió el peregrino curioso y quizá otros autores. De esta o de otras versiones tomó la idea Yagüe de Salas quien ya conocía el Decamerón, cuya primera edición castellana se había impreso en Sevilla en los finales años del siglo XV y del que en el siglo XVI de habían hecho hasta cuatro ediciones, y no se hicieron más porque el inquisidor Valdés hizo que la obra se incluyera en el Índice. Yagüe urdió su farragoso, pedantesco e insoportable poema sobre una tradición existente, recogida en el Peregrino Curioso; pero se creyó en el caso de aderezarla imitando el cuento del Decamerón y para justificarlo todo, se inventó testimonios escritos que incluyó en su protocolo, que históricamente no resiste el menor análisis, y filológicamente es hasta grotesco.
- ¿En conclusión...? -pidió el Deán.
- En conclusión, para mí la tragedia de los Amantes es una tradición que se basa en un hecho cierto y que se ha sofisticado con un frondoso boscaje de pedantería barroca.
- ¿Y las momias...?
- Las momias, ya se lo dijo a usted la Infanta Isabel cuando se las enseñaron: réceles usted un responso; y que las entierren.
- ¡Qué empollado estás, maño! -se admiró el Deán-, como hipótesis no está mal.
Luego con una sonrisa picaresca y aunque no venía a cuento, me preguntó:
- ¿Y qué me dice del Pilar donde apareció la Virgen en carne mortal?
- No me pinche, don Antonio. No me sea guizque. Eso pregúntaselo usted al P. Villada.
Precisamente por aquellos días se comentaba mucho el incidente que había tenido el P. Villada con los canónigos del Pilar.
El docto jesuita había escrito en alguna parte que eso de la aparición de la Virgen en Carne Mortal era una superstición irreverente y que el culto del Pilar no podía justificarse con testimonios auténticos anteriores al siglo XVIII; se le ocurrió sin embargo pasar por Zaragoza y entrar a rezar en la basílica del Pilar, pues al fin y al cabo para él la Virgen era la Virgen, y al notar los canónigos su presencia, lo cogieron bonitamente del alzacuello y lo plantaron en la calle. Y aún hay quien dice que uno de los capitulares remató la expulsión con un puntapié en la parte posterior de los reverendos talares.
Conozco a los canónigos de Zaragoza y sé de todo lo que son capaces; pero esto último no me lo creo.
Han pasado más de cincuenta años de esta conversación, me entero por la prensa de Madrid ha aparecido un artículo afirmando haberse descubierto nuevos testimonios favorables a la historicidad del drama de los Amantes. De la lectura del artículo no se deduce la menor novedad sobre este asunto y en cuanto a la incitación que hace de que se continúen las investigaciones yo brindo el fruto de mi experiencia para aquellos que lo intenten. Es mejor dejarlo como está: que Teruel siga sintiéndose orgulloso de haber sido escenario de un drama que exalta el amor hasta más allá de la muerte; que los mozos de Teruel sigan cantando coplas bravías exaltando estos sentimientos y que las muchachas turolenses sigan llevando flores al bello cenotafio que para estos héroes del divino Eros ha labrado la mano experta y delicada de Juan de Ávalos
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Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.
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