martes, 1 de julio de 2014

Don José María Rivera (13)

    Aparte de estas incidencias, mi vida en Teruel era una verdadera angustia ante las realidades inmediatas. Los hijos no solamente fueron creciendo, sino que, además, siguiendo el mandato bíblico, se fueron multiplicando. Me encontré de pronto con cinco, que por lo visto habría de ser mi número base; y aunque hacía equilibrios verdaderamente audaces para mantenerlos con decoro, no lo conseguía, ni aun dentro de las más estricta economía. Mis padres me mandaban veinte duros al mes para ayuda del pago de la casa. Pero como yo continuaba con mis rebeldías, agriadas por la estrechez, y éstas a veces se manifestaban en salidas de tono estrepitosos e iracundas, cuando esto sucedía suspendían el envío para hacerme entrar en razón, y no se daban cuenta de que con tal procedimiento yo perdía hasta el deseo de razonar, lo que producía cada vez mayor violencia.

    Era difícil en una población como Teruel buscarse complementos de trabajo que incrementaran los ingresos oficiales, pero no me acobardé. Una larga temporada di lecciones de taquigrafía a tres duros mensuales por alumno. Tuve que suspender las clases, porque aprendió mucha gente y uno de mis alumnos me planteó la competencia dando clases a dos duros, con lo que, como es natural, todos se fueron con él.

    Después me llamó un notario para que diera enseñanza primaria a sus hijos menores (cinco: tres niñas y dos niños), y repaso del cuarto año del bachillerato al hijo mayor. Tres horas diarias por cinco duros al mes... Pero eran cinco duros.

    Y aún junté algo más preparado muchachos para las oposiciones al Magisterio. El director de la Normal me previno de una, más que posible, probable denuncia, pues a los profesores nos estaba prohibido tal preparación; y tuve que prescindir de este ingreso. Entonces se fundó un periódico en Teruel, La Provincia y me tomaron de redactor "para todo". Había de hacer artículos, gacetillas (me especialicé en notas necrológicas) y sobre todo tener que pasarme la noche en la imprenta, para tomar taquigráficamente las conferencias telefónicas, hinchar las noticias y hacer el ajuste, para que el periódico pudiera salir a las ocho de la mañana. Hacia las cuatro de la madrugada me iba para mi casa, pisando nieve, resbalando en el hielo y con más hambre que el perro de un ciego. Pero eran veinticinco duros.

   Y también tuve que dejarlo. El periódico era propiedad de Pepe Torán, hombre inteligentísimo que me estimaba de veras; pero Torán riñó con Carlos Castel y como pretendiera hacer campaña contra éste en el periódico, yo me negué y tuve que marchar. Luego Torán y Castel se amigaron de nuevo; pero yo me quedé en la calle.

    Fueron días muy difíciles para mí, apenas podía sostenerme con el sueldo mezquino de la Escuela. El día 28 de marzo de 1925, lo recuerdo como el peor día de mi existencia. Ocho días antes había nacido mi hijo Carlos. El alumbramiento agotó la totalidad de mis recursos. Mi mujer estaba en la cama con una fiebre espantosa y Victoria, el ama de los mellizos, que se había venido con nosotros a Teruel, y que constituía toda nuestra servidumbre, se nos marchó aquella misma mañana para amontonarse con un tío que había conseguido sin mucho esfuerzo alborotarla.

    El doctor Borrajo, que vivía en nuestra misma casa, subió a ver a mi mujer y me dijo que ésta padecía mastitis, y que era necesario abrirle el pecho enseguida. Yo expuse al doctor con toda claridad la situación y él llamó a su esposa. Sofía, para que le ayudara. Me echaron de la habitación y yo marché al comedor donde los niños se apelotonaban en torno a la estufa apagada. Cuando me avisaron, regresé al lado de mi mujer, que ya habían acomodado en la cama el doctor y su mujer. Marcharon ambos y yo quedé allí solo, a la cabecera de la cama, sin saber qué hacer, completamente anonadado. En casa no había ni una sola peseta, pues por aquellos días había fallecido en Cáceres la condesa de Mayorazgo, a la que mi padre administraba, y éste se había olvidado de enviarme la exigua cantidad con la que me ayudaba para pagar la casa.

    - Papá, hay un señor... - entró uno de los mellizos.

    - ¿Cómo? -pregunté ausente.

    - Qué está aquí un señor preguntando por ti.

    Salí a mi estudio, y allí estaba don José María Rivera.

    Era éste un abogado de Teruel, presidente por entonces de la Diputación Provincial y amigo, como yo, de Carlos Castel. Conmigo tenía mucho trato por haber dado yo lección a sus hijos Pepito y Consuelo (a la que llamábamos Pepelo) para el bachillerato. Tenía un aspecto adusto, pero poseía una clara inteligencia y, sobre todo, un gran corazón.

     -¡Vamos a ver! -me dijo-. ¿Qué pasa en esta casa?

     Se lo conté haciendo un esfuerzo.

    - Eso le pasa a usted por ser decente y por proceder como verdadero Quijote. Aunque Pepe Torán ahora no es amigo mío ni de Carlos Castel, usted no ha debido nunca salirse de La Provincia. Yo le daré algún trabajo en mi despacho.

    Salí del apuro del momento y comencé a trabajar junto a don José, que me trataba como a un amigo. Yo lo pasaba estupendamente al lado de don José. No era hombre expansivo, pero sí comunicativo. Su inteligencia pausada había conseguido un equilibrio entre la agilidad valenciana y la obstinación aragonesa bastante característico de un hombre nacido en Ademuz.

    A veces tenía brusquedades impresionantes pero oportunas. Era, políticamente jefe de los conservadores de Teruel, pero solamente a esto se reducían sus aspiraciones políticas, pues aunque pudo aspirar a otros cargos de más empeño y de mayor categoría, nunca quiso separarse de su bufete de abogado que era en él lo esencial.

    - Mire usted, don José -le dijo un mozallón cierta mañana en su despacho- ahora hemos subido al poder los conservadores, y yo creo que ya es hora de que se acuerden ustedes de mí.

    - Muy bien. ¿Y qué es lo que quieres? -accedió el conservador.

    - La alcaldía.

    - ¿Qué alcaldía? ¿La de tu pueblo? De ninguna manera.

    -¿Pero por qué no? ¿Es que van ustedes a poner otra vez a Pedro el del Rodazal?

    - Yo no sé ahora se será Pedro el del Rozadal u otro. Lo que sí sé es que no serás tú.

    - ¿Pero por qué? - se obstinó el mozo.

    - Mira muchacho -concluyó don José un poco impaciente-, lo hacemos por tu bien.

    - ¿...?

    - Sí. Por tu bien. Hasta aquí solamente tu padre y yo sabemos que eres tonto. En cuanto te nombremos alcalde, se va a enterar todo el pueblo.

     Corrido y cabizbajo, el hombre abandonó el despacho refunfuñando.

    Con mi jefe recorrí la totalidad de la provincia, pues iba con frecuencia a los juzgados para informar y me llamaba para que yo me dedicara a estudiar los restos arqueológicos mientras él despachaba sus asuntos. Fui además con él a Valencia, y varias veces a Zaragoza.

    Zaragoza es una ciudad que tiene a gala haber silbado a las más grandes figuras de la escena, y yo he presenciado allí las broncas más estrepitosas en las corridas de toros. Y conste que siempre con razón, pues el público zaragozano es el público inteligente más bruto que yo he podido conocer.

    Recuerdo una tarde de toros a la que asistí, precisamente con mi jefe. Brillaba por entonces en el firmamento taurino un astro que hasta tenía el mal gusto de apoderarse Cagancho, que era uno de esos gitanazos que de cuando en cuando aparecen en los ruedos y que lo mismo derrochan arte y valor, que se dejan avasallar por el pánico y se ofuscan prefiriendo que los lleven a la cárcel antes de acercarse al toro. Cagancho, que aquella tarde había tenido la negra y que despachó a su primero a trancas y barrancas, cuando le volvió a tocar el turno (bien es verdad que se trataba de un morlaco de imponente catadura) se metió en el callejón negándose a torear. La que armó fue indescriptible, pero el torero agarrado al borde de la barrera esperaba, mirando a la presidencia, a que ésta diera orden redentora de mandarlo  a la cárcel. Y cuando ya los guardias se dirigían por el callejón a prender al diestro, saltaron del tendido dos o tres matracos que lo cogieron por el cogote, le pusieron una piedra debajo de la coleta y golpeando con otra se la arrancaron.

    También me llevó a Calamocha, que era fu feudo político, a presentar las fiestas de San Roque, donde los números fuertes consisten en el disparo de cohetes y en los "dichos" que se recitan durante la procesión del Santo. La fiesta de los cohetes en Calamocha es una de las burradas celtibéricas que se ostentan como típicas de algunos pueblos de España y en las que se pone de manifiesto la bondad de la providencia evitando catástrofes que por las características de la diversión parecían ser inevitables.

    La víspera del Santo, los mozos con las fajas llenas de cohetes se los disparan unos contra otros a media altura sobre el suelo, o bien contra las mozas que se apelotonan desafiantes en las esquinas. Dicen que en una ocasión dio un cohete en plena faja de un mozo, y que al incendiarse los que allí llevaba, voló por los aires totalmente destrozado. El hecho, en Calamocha, se niega, pues dicen que San Roque se cuida de que esto no suceda a sus fieles calamochinos.

    Lo de los "dichos" es una tradición antigua que yo he conseguido rastrear en otros pueblos de Aragón; pero son los de Calamocha los más típicos, y sin duda alguna los más antiguos.

    Sacan al Santo en unas andas portadas por cuatro mozos. El pueblo se sitúa a la derecha e izquierda de las aceras, a lo largo de todo el trayecto y, de cuando en cuando, un hombre sale al centro de la calzada encarándose con el Santo. Entonces la gente grita: "¡Dicho! ¡Dicho! ¡Dicho!. La procesión se para y el hombre recita un verso, terminado el cual suena una musiquilla y los porteadores hacen oscilar las andas en un vaivén, como si el Santo bailara.

    Los dichos tradicionales suelen ser reverentes, propiciatorios, expiatorios o imprecativos; pero éstos son los menos pues generalmente se aprovechan los dichos para la procacidad, una crítica sobre los acontecimientos del pueblo o contra las autoridades. Todos ellos son igualmente celebrados.
    Uno de los que me contaron, pues yo no lo presencié, fue el dicho del tío Cristóbal en la procesión de allá por el año 1915.

    El tío Cristóbal era un hombretón de unos cincuenta y cinco años, fuerte y fornido, que estaba casado con la tía Cecilia, que aunque estaba al borde de la menopausia, presentaba una otoñada de muy buen ver. Ya eran abuelos, pues Casilda, la hija mayor, era madre de un recio muchachote que contaba ya cerca de dos años cuando la hija anunció una nueva concepción.

    - Pues mira, maña -comentó Cristóbal-, no te des mucha prisa en tener lo que sea, no vaya a nacer el sobrino antes que el tío, porque tu madre...

    - ¿Madre también? Ave María Purísima.

    - ¡Sin pecado concebida! Pero es así.

    - Pero no es eso lo peor padre -agregó la Casilda con tono compungido- sino que también la Pilarica... se ha descuidado con el Ramón...

    -¿Pilarica también? ¡La mato! -bramó el tío Cristóbal pues Pilarica, la hija menor, era soltera.

    No la mató, naturalmente, y al poco tiempo se supo por el pueblo que todas las hembras de la casa de Cristóbal se hallaban en estado de buena esperanza, y tan sincronizadas que se esperaba el triple acontecimiento para las fiestas de San Roque. Cristóbal era hombre de buena pasta. Aguantó con firmeza, pero si cinismo, las bromas de todo el pueblo. Intervino el mosén para casar a la Pilarica con el Ramón que se avino al sacramento del matrimonio ante la amenaza de que le rompieran el del bautismo, y, efectivamente, unas semanas antes de la festividad del Santo y con pocos días de diferencia, madre e hijas aumentaron con tres inscripciones el censo de la población del Ayuntamiento calamochino.

    Como las tres mujeres estaban en cama, Cristóbal se presentó solo en la procesión. Al verlo la gente entre guiñotes de ojos y codazos subrepticios le hicieron un lugar en la acera y cuando el Santo llegó a su altura pegó un salto, se encaró con las andas y se destocó el clásico pañuelo con que a la manera aragonesa ceñía su frente, mientras que la gente, entre sorprendida y regocijada gritaba:

    - ¡Dicho! ¡Dicho! ¡Dicho!
    Y Cristóbal, con voz firme, comenzó a recitar:
    ¡Divino Patrón San Roque!
    Conmigo estás bien cumplido,
    Pues por parir en mí casa,
    Hasta la mula ha parido.

    Y me afirmaron que esto último era cierto. Pues la noche anterior la mula de Cristóbal, en uno de esos casos raros de la fecundidad de un híbrido, había expelido una cría, que intrigó mucho al pueblo tratando de determinar la proporción de mestizaje.

    Que llueva, que se dé bien el azafrán, que la remolacha prospere... Todo esto se pedía y se impetraba en dichos mejor o peor medidos y rimados. Pero algunas veces se soltaban exabruptos que nada tenían que ver con San Roque, ni con las necesidades del pueblo, y que eran como la descarga de una tensión difícilmente sostenida.

     Uno de éstos lo presencié yo. Pido perdón por ello, pero no me resisto a transcribirlo.

    Había sido un año catastrófico para la agricultura. Las heladas y, sobre todo, una pertinaz sequía, tenía abrasados los campos. Toda la esperanza se cifraba en que lloviera para que se salvaran las patatas, lo único que todavía no se había perdido, y efectivamente, en un atardecer, próximo a la fiesta de San Roque, una tormenta descargó torrentes de agua sobre los campos abrasados.

    Un viejo labrador que veía caer el agua, mirando al cielo y oscilando la cabeza soltó una imprecación.

    - ¡Rediós qué agüica! para ser repartida por una persona de conocimiento.

    Pero amainó el temporal; el agua comenzó a caer mansamente y empapó los campos.

    Llegó la fiesta de San Roque. Atronaron los cohetes más que de ordinario pues la gente estaba regocijada ante la esperanza de la salvación de los campos. Corrieron las rondallas y con ellas el vino y el día de la procesión, un hombre, como en otra ocasión el tío Cristóbal, se lanzó al centro de la calzada y entre los gritos de ¡Dicho! ¡Dicho! ¡Dicho!, tras la invocación del Divino Patrón San Roque, recitó:

    Ya se creían los ricos
    Que nos moríamos los pobres
    En cogiendo las patatas
    Que nos toquen los cojones.

    Don José tenía una afición, o si se quiere un vicio, que ere, como sabemos, común a todos los turolenses. A don José le gustaba el juego. No le aprisionaba esta afición, pues sabía lo que podía ganar y tenía bien calculado hasta dónde podía perder, pero no desdeñaba ocasión, si ésta se presentaba, de echar unas manitas al folfo o de pases al bacarrat.

    Una noche salimos algo tarde del casino. Se le habían dado bien tres o cuatro barajas y él era lo suficientemente caballero para no levantarse con ganancia. Salimos, pues del casino tras la última baraja, y nos encaminamos a su casa, pues teníamos que ordenar algunos papeles.

    En el antedespacho esperaba un hombre.

    - ¡Qué haces aquí a estas horas Buque? -preguntó don José extrañado.

    - Tengo que hablarle es urgente.

    Yo hice ademán de retirarme, pero el hombre me retuvo.

    - Quédese -dijo- Me da igual.

    - Pasa muchacho -invitó don José y al ver como venía, demudado, agitadísimo y manchado de sangre, le preguntó- ¿qué es lo que te pasa? ¿Vienes herido?

    - No, señor. Acabo de matar a uno, ahí a la vuelta, en riña. Vengo a que usted me aconseje.

    - Pues lo que tienes que hacer ahora mismo es ir a entregarte.

    - Es que estábamos solos los dos. No me ha visto nadie. Puedo huir. Tengo dinero.

   - Eso yo no te lo puedo aconsejar. Seguramente ya te están buscando y es mejor que te presentes antes de que te encuentren.

    - Y si huyo ¿me denunciaría?

   - No digas tonterías. Mira... Anda. No quiero contestarte. Preséntate, pero sin perder un minuto.

    Me echarán a presidio para toda la vida.

    - Eso ya lo veremos -contestó el abogado deseoso de terminar cuanto antes aquella conversación-, además que del presidio antes o después se vuelve. El que no vuelve es ése que has dejado tumbado ahí en la calle.

    El mozo se entregó y don José se encargó de su defensa. Fuimos dos o tres veces a verlo a la cárcel y la impresión de don José era francamente pesimista. Una tarde estábamos abriendo el correo y al rasgar un sobre, le dije al jefe:

    - Aquí tiene usted un anónimo.

    Se lo alargué, lo leyó, y estrujando el papel con la mano, hizo con él una bola y lo tiró a la papelera.

     - ¡Qué frío es usted! ¿No le impresiona?

    - A mí no me impresionan los anónimos y éste menos que ninguno. ¿Se ha fijado usted lo que dice?-. Se inclinó, redimió de la papelera la bola de papel que había arrojado, la alisó sobre la mesa y leyó:

    - Aquí dice: "Si usted saca libre al Buque le partimos el corazón". Como ve usted puedo estar tranquilo, pues el Buque no tiene encima menos de veinte años de presidio, aunque lo defienda el propio Justiniano. ¡Ande! Vamos al restaurante de la Estación a bebernos una cerveza.


    Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.



   

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