El macho pegó un respingo y dio con toda la carga de pedorretas en el suelo.
Llámase en Teruel pedorretas a la casca del pino que se desprende del
pelado de los troncos, y que se aprovecha en las estufas, pues da muy buen
fuego y produce muchas calorías, en medio de un chisporroteo muy característico,
del que deriva su nombre.
El matraco que trataba de ajustar la carga, al ver que ésta nuevamente se le
venía abajo, soltó una brutal interjección.
- ¡Juanito! ¡Juanito!- amonestó el Deán al oír el venablo.
- Perdone usted, señor Deán, no le había visto a usted- se disculpó el mozo.
- Me veas o no me veas, eso que has dicho está muy mal -corrigió don Antonio- y
quien te tiene que perdonar es la Virgen del Pilar, so bruto. Debes corregirte.
- ¿Cómo?
Don Antonio, para quitar gravedad a la cosa, decidió tomarlo un poco a broma y
sonriendo le propuso:
- Vamos a ver si eres capaz de hacer lo que te digo: ¿De dónde eres? ¿De Cella?
¿Vas para allá esta mañana?
- En cuantico que venda la carga.
- Pues bien, cuando vayas de camino, cada vez que sueltes una barbaridad como
esa, te agachas, coges una piedra y te la metes en la faja. Y no vacíes la faja
hasta que llegues a tu pueblo.
- Es que si yo hago eso -replicó cínicamente el mozo- cuando llegue a Cella voy
a llevar piedras como pa recebar una carretera.
- Son muy brutos -dijo don Antonio- y lo peor es que son menos brutos de lo que
aparentan, pues tienen a gala hacer alarde de su brutalidad. Te voy a contar un
episodio histórico, que retrata muy bien el brutismo de estas gentes.
Y el Deán narró, como si recitara una lección de Historia:
La Majestad de nuestro señor el muy deseado Rey Fernando VII, a su regreso del
destierro de Bayona, quiso visitar Teruel. Nuestra ciudad siempre ha sido muy
propicia a las exaltaciones patrióticas y máxime en este caso, en el que el
triunfo de España tenía llena de orgullo a toda la nación. Ante este anuncio
Teruel se aprestó a recibir al monarca en forma que evidenciara en nuestro
pueblo el más salido de los entusiasmos. Las calles se engalanaron hasta el
derroche, de los balcones colgaron reposteros y colchas galanas. El
Ayuntamiento remozó las viejas gramallas de sus maceros y todo lo que representaba
gloria de la ciudad se desempolvó para exhibirlo en honor al soberano.
Entre Daroca y Teruel, se escalonaron correos y escuchas, para que
fueran avisando el paso del Rey. Por último, se lanzó una proclama para atizar
el fervor del pueblo, lo que no era necesario, pues desde que se anunció la
regia visita, no había cesado el volteo de las campanas, el canto de las
rondallas ni el estampido de los cohetes, encargados con abundancia a un
pirotécnico de Valencia. Teruel como toda España había sufrido el zarpazo de la
francesada y Fernando VII, por aquel entonces, no había comenzado a mostrar el
Fernando VII que habría de ser después, y del que el mismo Teruel habría de
tener experiencias harto dolorosas. Su mismo tataranieto, Alfonso XIII debía saber
bastante sobre el particular. ¿Conoces la ocurrencia de Alfonso XIII aludiendo
a su tatarabuelo? ¿No? A mí me la contó Artigas, el bibliotecario de la
Biblioteca Menéndez y Pelayo de Santander. Te la voy a contar como un inciso de
nuestro relato. Ingresaba en la Real Academia de la Historia el general
Polavieja y el Rey quiso honrar a este soldado presidiendo la solemnidad de su
recepción. Lo hizo así en efecto, y al terminar la sesión el Rey, al pasar por
la doble fila de académicos que se formó para despedirlo, vio entre ellos a un
académico muy viejo que se llamaba don Juan Pérez de Guzmán y Gallo.
"Hombre, Juanito¡" dijo el monarca abrazándole, "Cuanto tiempo
hace que no te veo ¿qué haces ahora?" "Señor -respondió el anciano-
estoy haciendo un trabajo para reivindicar la memoria de vuestro augusto
tatarabuelo Fernando VII". "¿Si?" -exclamó el Rey entre
interrogativo y admirado- "Pues trabajo te mando".
El día de la llegada del Deseado a Teruel, las autoridades esperaban en el
rellano que se forma ante la iglesia de San Francisco. El clero, con su Obispo,
se situó en lo alto de la cuesta, aquí mismo, a la entrada del Óvalo, y el
pueblo se apiñó a derecha e izquierda de las calles de todo el trayecto, con
ramos de flores para arrojarlas al paso del augusto visitante.
Se supo del paso de la regia comitiva por Concud y el disparo de un cohete
anunció su aproximación al puente del Cubo. Al oírse el estampido, un grupo
numerosísimo de hombres de todas las edades remontó a todo correr con dirección
al puente, que a la sazón era una construcción medieval a dos vertientes,
estrechísima, por la que no cabían los coches: pero los enfervorizados
turolenses se lanzaron al agua, llegando a la opuesta orilla, pasaron el coche
a volandas, a pulso, y cortando los tiros se engancharon al carruaje
emprendiendo una vertiginosa carrera, cuesta abajo, sin atender a las voces del
monarca que les decía: "¡Parad! ¡Parad!, que también viene mi hermano
Carlos!".
En efecto, el coche en el que viajaba el infante Carlos María Isidro,
que acompañaba al monarca, había quedado atrancado al otro lado del río y los
cocheros estaban haciendo esfuerzos para obligar a las mulas a vadearlo.
Los baturros siguieron corriendo sin atender a nada y corriendo, corriendo,
pasaron sin detenerse ante el rellano en el que estaban las autoridades,
tomando a todo galope la cuesta de San Francisco.
- ¡Parad! ¡Parad! -seguía gritando el Rey.
La galopada llegó hasta el Óvalo, y al mismo tren se dispuso a enfilar
la carretera de Valencia., dejando atrás al clero y a los edecanes del Obispo
que se adelantaron para ofrecer al monarca el hisopo con el agua bendita. El
Rey, cansado de gritar y de no ser obedecido, se puso en pie en el coche y con
voz imperativa y tonante gritó: ¡¡¡SO!!! y el carruaje se paró en seco.
- ¿No habrá puesto algo de su parte en el relato, don Antonio? -pregunté
sonriendo.
- No, maño -respondió-, Mi abuelo presenció la escena cuando contaba su buenos
diez años, y yo se lo oí contar a mi padre. Además has de ver episodios aquí
que corroboran su autenticidad. ¿Quieres que te cuente alguno?
- Venga de ahí -acepte regocijado.
Tú sabes que aquí se celebra una fiesta tradicional en honor del Santo Ángel de
la Guarda. En la víspera de esta fiesta, nadie duerme en Teruel. Se pasa toda
la noche en la calle cantando, bailando y, sobre todo bebiendo. En la madrugada
se corren unas vaquillas en la plaza de toros y por la tarde se corren por la
ciudad toros amaromados, reses de positivo respeto, que, sujetos por una recia
cuerda, envisten a mozos y mozas que los citan en la misma plaza del Torico.
Nunca pasa nada, a pesar del apelotonamiento de la gente y del mucho vino que
se trasiega por la noche.
Un año la fiesta de la Vaquilla se suprimió por orden superior. La gente se
alborotó y una comisión en la que formaban parte hasta los hombres de carrera,
fueron a ver al gobernador para pedirle que autorizara el festejo. Éste se negó
diciendo que cumplía órdenes que no podía desobedecer. Le argumentaron que si
el Gobierno era tan intransigente en esta materia, por que no suprimía los
encierros de Pamplona, mucho más peligrosos y, sobre todo más bestiales, como
espectáculo.
- Eso no es cosa mía -respondió el gobernador.
A la salida esperaban a la comisión los mozos del pueblo y al oír que la
gestión había fracasado afirmaron rotundamente:
- Habrá Vaquilla.
- No seáis brutos -las amonestaron-, no vale la pena armar un motín por tan
poca cosa.
- Habrá Vaquilla -se obstinaron.
- Pues vosotros veréis qué es lo que vais a torear porque el Ayuntamiento, este
año, no compra los toros.
- ¡Habrá Vaquilla! Habrá Vaquilla -machacaron con tozudez típicamente
aragonesa.
Por la noche, el gobernador hizo que sacaran de la población y de sus arrabales
todas las reses vacunas, pues sabía que los mozos eran capaces de correr hasta
una vaca lechera.
Transcurrió la noche sin novedad. Solamente, de cuando en cuando, sonaban desde
los más insospechados rincones de la ciudad unas voces a la manera de pregón o
salmodia, que decían una y otra vez:
- ¡Habrá Vaquilla! ¡Habrá Vaquilla!
Y en efecto: a media tarde, como era costumbre, se sintió en la calle de los
Amantes un griterío ensordecedor y apareció un enorme gentío corriendo detrás de
un hombre al que habían ajustado a la frente unos enormes cuernos con bastante
perfección y que acometía a cuantos le citaban, templando sus arrebatos una
recia maroma sostenida por un forzudo jayán.
Todos se sumaron al regocijado espectáculo. El hombre de los cuernos corría de
punta a punta de la plaza, acometiendo a mozos y mozas y cuando se cansaba se
echaba de bruces en el pilón de la fuente, y bebía a morro unos buenos tragos
de agua que le daban fuerzas para continuar la broma. Cogió una pulmonía: pero
no se murió.
Y aún te podría contar muchas cosas más; pero pondré punto final citando a
aquel bárbaro que en una noche de enero, y con 30 grados bajo cero se apostó
una botella de aguardiente a que daba una vuelta en cueros por las ramblas de
la población. Ganó la apuesta y cuando le dieron la botella que se había ganado
se la bebió entera, sin respirar…
- Pero ése se moriría –comenté convencido.
- Naturalmente –dijo el Deán.
Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.
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