lunes, 21 de julio de 2014

Baturrismo (5)

   El macho pegó un respingo y dio con toda la carga de pedorretas en el suelo. Llámase en Teruel pedorretas a la casca del pino que se desprende del pelado de los troncos, y que se aprovecha en las estufas, pues da muy buen fuego y produce muchas calorías, en medio de un chisporroteo muy característico, del que deriva su nombre.

   El matraco que trataba de ajustar la carga, al ver que ésta nuevamente se le venía abajo, soltó una brutal interjección.

   - ¡Juanito! ¡Juanito!- amonestó el Deán al oír el venablo.

   - Perdone usted, señor Deán, no le había visto a usted- se disculpó el mozo.

   - Me veas o no me veas, eso que has dicho está muy mal -corrigió don Antonio- y quien te tiene que perdonar es la Virgen del Pilar, so bruto. Debes corregirte.

   - ¿Cómo?

   Don Antonio, para quitar gravedad a la cosa, decidió tomarlo un poco a broma y sonriendo le propuso:

   - Vamos a ver si eres capaz de hacer lo que te digo: ¿De dónde eres? ¿De Cella? ¿Vas para allá esta mañana?

   - En cuantico que venda la carga.

   - Pues bien, cuando vayas de camino, cada vez que sueltes una barbaridad como esa, te agachas, coges una piedra y te la metes en la faja. Y no vacíes la faja hasta que llegues a tu pueblo.

   - Es que si yo hago eso -replicó cínicamente el mozo- cuando llegue a Cella voy a llevar piedras como pa recebar una carretera.

   - Son muy brutos -dijo don Antonio- y lo peor es que son menos brutos de lo que aparentan, pues tienen a gala hacer alarde de su brutalidad. Te voy a contar un episodio histórico, que retrata muy bien el brutismo de estas gentes.

   Y el Deán narró, como si recitara una lección de Historia:

   La Majestad de nuestro señor el muy deseado Rey Fernando VII, a su regreso del destierro de Bayona, quiso visitar Teruel. Nuestra ciudad siempre ha sido muy propicia a las exaltaciones patrióticas y máxime en este caso, en el que el triunfo de España tenía llena de orgullo a toda la nación. Ante este anuncio Teruel se aprestó a recibir al monarca en forma que evidenciara en nuestro pueblo el más salido de los entusiasmos. Las calles se engalanaron hasta el derroche, de los balcones colgaron reposteros y colchas galanas. El Ayuntamiento remozó las viejas gramallas de sus maceros y todo lo que representaba gloria de la ciudad se desempolvó para exhibirlo en honor al soberano.

    Entre Daroca y Teruel, se escalonaron correos y escuchas, para que fueran avisando el paso del Rey. Por último, se lanzó una proclama para atizar el fervor del pueblo, lo que no era necesario, pues desde que se anunció la regia visita, no había cesado el volteo de las campanas, el canto de las rondallas ni el estampido de los cohetes, encargados con abundancia a un pirotécnico de Valencia. Teruel como toda España había sufrido el zarpazo de la francesada y Fernando VII, por aquel entonces, no había comenzado a mostrar el Fernando VII que habría de ser después, y del que el mismo Teruel habría de tener experiencias harto dolorosas. Su mismo tataranieto, Alfonso XIII debía saber bastante sobre el particular. ¿Conoces la ocurrencia de Alfonso XIII aludiendo a su tatarabuelo? ¿No? A mí me la contó Artigas, el bibliotecario de la Biblioteca Menéndez y Pelayo de Santander. Te la voy a contar como un inciso de nuestro relato. Ingresaba en la Real Academia de la Historia el general Polavieja y el Rey quiso honrar a este soldado presidiendo la solemnidad de su recepción. Lo hizo así en efecto, y al terminar la sesión el Rey, al pasar por la doble fila de académicos que se formó para despedirlo, vio entre ellos a un académico muy viejo que se llamaba don Juan Pérez de Guzmán y Gallo. "Hombre, Juanito¡" dijo el monarca abrazándole, "Cuanto tiempo hace que no te veo ¿qué haces ahora?" "Señor -respondió el anciano- estoy haciendo un trabajo para reivindicar la memoria de vuestro augusto tatarabuelo Fernando VII". "¿Si?" -exclamó el Rey entre interrogativo y admirado- "Pues trabajo te mando".

   El día de la llegada del Deseado a Teruel, las autoridades esperaban en el rellano que se forma ante la iglesia de San Francisco. El clero, con su Obispo, se situó en lo alto de la cuesta, aquí mismo, a la entrada del Óvalo, y el pueblo se apiñó a derecha e izquierda de las calles de todo el trayecto, con ramos de flores para arrojarlas al paso del augusto visitante.

   Se supo del paso de la regia comitiva por Concud y el disparo de un cohete anunció su aproximación al puente del Cubo. Al oírse el estampido, un grupo numerosísimo de hombres de todas las edades remontó a todo correr con dirección al puente, que a la sazón era una construcción medieval a dos vertientes, estrechísima, por la que no cabían los coches: pero los enfervorizados turolenses se lanzaron al agua, llegando a la opuesta orilla, pasaron el coche a volandas, a pulso, y cortando los tiros se engancharon al carruaje emprendiendo una vertiginosa carrera, cuesta abajo, sin atender a las voces del monarca que les decía: "¡Parad! ¡Parad!, que también viene mi hermano Carlos!".

    En efecto, el coche en el que viajaba el infante Carlos María Isidro, que acompañaba al monarca, había quedado atrancado al otro lado del río y los cocheros estaban haciendo esfuerzos para obligar a las mulas a vadearlo.

   Los baturros siguieron corriendo sin atender a nada y corriendo, corriendo, pasaron sin detenerse ante el rellano en el que estaban las autoridades, tomando a todo galope la cuesta de San Francisco.

   - ¡Parad! ¡Parad! -seguía gritando el Rey.

    La galopada llegó hasta el Óvalo, y al mismo tren se dispuso a enfilar la carretera de Valencia., dejando atrás al clero y a los edecanes del Obispo que se adelantaron para ofrecer al monarca el hisopo con el agua bendita. El Rey, cansado de gritar y de no ser obedecido, se puso en pie en el coche y con voz imperativa y tonante gritó: ¡¡¡SO!!! y el carruaje se paró en seco.

   - ¿No habrá puesto algo de su parte en el relato, don Antonio? -pregunté sonriendo.

   - No, maño -respondió-, Mi abuelo presenció la escena cuando contaba su buenos diez años, y yo se lo oí contar a mi padre. Además has de ver episodios aquí que corroboran su autenticidad. ¿Quieres que te cuente alguno?

   - Venga de ahí -acepte regocijado.

   Tú sabes que aquí se celebra una fiesta tradicional en honor del Santo Ángel de la Guarda. En la víspera de esta fiesta, nadie duerme en Teruel. Se pasa toda la noche en la calle cantando, bailando y, sobre todo bebiendo. En la madrugada se corren unas vaquillas en la plaza de toros y por la tarde se corren por la ciudad toros amaromados, reses de positivo respeto, que, sujetos por una recia cuerda, envisten a mozos y mozas que los citan en la misma plaza del Torico. Nunca pasa nada, a pesar del apelotonamiento de la gente y del mucho vino que se trasiega por la noche.

   Un año la fiesta de la Vaquilla se suprimió por orden superior. La gente se alborotó y una comisión en la que formaban parte hasta los hombres de carrera, fueron a ver al gobernador para pedirle que autorizara el festejo. Éste se negó diciendo que cumplía órdenes que no podía desobedecer. Le argumentaron que si el Gobierno era tan intransigente en esta materia, por que no suprimía los encierros de Pamplona, mucho más peligrosos y, sobre todo más bestiales, como espectáculo.

    - Eso no es cosa mía -respondió el gobernador.

   A la salida esperaban a la comisión los mozos del pueblo y al oír que la gestión había fracasado afirmaron rotundamente:

   - Habrá Vaquilla.

   - No seáis brutos -las amonestaron-, no vale la pena armar un motín por tan poca cosa.

   - Habrá Vaquilla -se obstinaron.

  - Pues vosotros veréis qué es lo que vais a torear porque el Ayuntamiento, este año, no compra los toros.

   - ¡Habrá Vaquilla! Habrá Vaquilla -machacaron con tozudez típicamente aragonesa.

   Por la noche, el gobernador hizo que sacaran de la población y de sus arrabales todas las reses vacunas, pues sabía que los mozos eran capaces de correr hasta una vaca lechera.

   Transcurrió la noche sin novedad. Solamente, de cuando en cuando, sonaban desde los más insospechados rincones de la ciudad unas voces a la manera de pregón o salmodia, que decían una y otra vez:

   - ¡Habrá Vaquilla! ¡Habrá Vaquilla!

   Y en efecto: a media tarde, como era costumbre, se sintió en la calle de los Amantes un griterío ensordecedor y apareció un enorme gentío corriendo detrás de un hombre al que habían ajustado a la frente unos enormes cuernos con bastante perfección y que acometía a cuantos le citaban, templando sus arrebatos una recia maroma sostenida por un forzudo jayán.

   Todos se sumaron al regocijado espectáculo. El hombre de los cuernos corría de punta a punta de la plaza, acometiendo a mozos y mozas y cuando se cansaba se echaba de bruces en el pilón de la fuente, y bebía a morro unos buenos tragos de agua que le daban fuerzas para continuar la broma. Cogió una pulmonía: pero no se murió.

   Y aún te podría contar muchas cosas más; pero pondré punto final citando a aquel bárbaro que en una noche de enero, y con 30 grados bajo cero se apostó una botella de aguardiente a que daba una vuelta en cueros por las ramblas de la población. Ganó la apuesta y cuando le dieron la botella que se había ganado se la bebió entera, sin respirar…

   - Pero ése se moriría –comenté convencido.

   - Naturalmente –dijo el Deán.


    Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.



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