En Teruel el casino es una necesidad social. El invierno era largo, y aunque el cielo estaba comúnmente despejado, el sol calentaba poco y el frío persistía, con las naturales oscilaciones, a lo largo de toda la jornada. Se hacía pues necesario refugiarse en alguna parte en las horas del ocio, pues en las calles no se podía parar.
En los casinos se formaban peñas, cuyos componentes se aglutinaban por amistad o por simpatía, sin que importaran para nada la diversidad de profesiones o de opiniones políticas, literarias o religiosas. En esto había en Teruel un eclecticismo del que ya vimos una muestra en el claustro de la Escuela Normal.
La peña en la que yo me enrolé a mi llegada estaba centrada en el doctor Borrajo, buen facultativo y hombre de estrepitosas simpatías y sorprendentes brusquedades. Republicano de tipo dogmático, vivía como nadie sobre la base de las afirmaciones incontrovertibles y parecía nacido para definir; pero como poseía un gran corazón, se esforzaba siempre en comprender las razones de los demás, aunque no las compartiera.
Su conversación entretenía mucho, porque revalorizaba sus relatos con exageraciones pintorescas, tratando de dar valor de pensamientos profundos hasta a las cuestiones más triviales.
En aquella tertulia se hablaba de todo, de lo divino y de lo humano, y no siempre con un exceso de respeto ni por lo uno ni por lo otro. A veces la discusión adquiría cierta viveza y entonces el doctor cortaba con la estrepitosidad que remataba don Gregorio Montesinos con una paradoja. Don Gregorio era un tipo notable. Catedrático del Instituto, donde explicaba Agricultura, los muchachos le querían porque en su clase se pasaba muy bien, a causa de las salidas y los chistes con los que el profesor esmaltaba sus explicaciones. Acerca de su saber en la materia que explicaba ello se había sintetizado en un gráfico que, entre otros muchos, ilustraban las paredes del retrete del Instituto.
Decía así:
Don Gregorio Montesinos
Es un gran agricultor,
Siembra nabos en su huerto
Y le nace coliflor.
Yo no sé si esto era verdad o simple desahogo lírico de un adolescente. Lo que sí es cierto, es que en conversaciones por mí sostenidas con don Gregorio, lo encontré muy versado en Ciencias Naturales.
Lo que desde luego sobresalía en él era el humorista, de humor fino y de una agilidad mental realmente sorprendente. Otro ejemplar también notable era el director del Instituto, don Antonio Desbeltrán. Don Antonio vivía, literalmente, en el casino. Entraba en él a las dos de la tarde y salía a las diez de la noche para ir a cenar, regresando después de la cena para permanecer en el círculo hasta la una de la madrugada. Sus idas y venidas tenían una nota pintoresca, pues el gato del casino le había cobrado un singular cariño, y le acompañaba por la calle tanto al ir como al volver y era muy gracioso ver al director del Instituto atravesar la plaza del Torico seguido por un gato como si fuera un perro.
Don Antonio era un poco así como un padre para el profesorado joven, que no solamente lo asesoraba en cuestiones administrativas, sino que además les adelantaba dinero cuando lo necesitaban.
A mí no más llegar, me dijo:
- Mira chico, el sueldo de entrada de un profesor de Escuelas Normales es una porquería y todos tenéis que pasar muchos apuros. Yo soy soltero y puedo ayudarte en cualquier apuro adelantándote algunas pesetas. Me las devolverás cuando puedas. Eso sí, me las tienes que devolver...
- No vaya usted a hacer con don Antonio lo que conmigo ha hecho Escribano -terció en la conversación don Gregorio, que había escuchado el ofrecimiento.
Escribano era el profesor, no sé si de Caligrafía o de Dibujo del Instituto. Era hijo de don Godofredo Escribano, un cacique desaprensivo que brujuleaba mucho por el Ministerio vendiendo caras sus influencias. El hijo se dedicaba al sableo y al chantaje. Yo lo conocía bastante bien, pues durante mi etapa de interino había tratado de extorsionarme para obligarme a aceptar los nefandos textos de Pedagogía de su padre.
- Pues ¿qué le ha hecho a usted? -pregunté a don Gregorio.
- Pues nada. Cuando llegó aquí hace dos años, a poco de tomar posesión, me pidió cincuenta duros y ésta es la hora en que todavía no me los ha devuelto; y ayer se me presentó con la pretensión de que le prestara otros cincuenta duros. Yo me pregunté: ¿Qué hago? ¿Se los doy? ¿No se los doy? Por fin adopté un término medio...
- Le dio usted ciento veinticinco pesetas -dijo don Antonio.
- No. Lo mandé a la mierda -concluyó Montesinos.
Aquella tarde, cuando yo llegué a la tertulia, ésta estaba muy animada. Alguien había pronunciado la palabra "tabú", y Víctor Sancho se esforzaba en hacer comprender a los demás el significado de dicha palabra.
Víctor Sancho, licenciado en Historia, y que por aquel tiempo preparaba oposiciones, era hombre de clara inteligencia, pero de tan retorcida expresión, que complicaba al exponerlas hasta las cuestiones más triviales. Su definición de "tabú" no había convencido a nadie.
- No nos enteramos con tu explicación -dijo el doctor Borrajo, y dirigiéndose a mí me invitó: -a ver tú, ¿qué es eso de "tabú"?
Lo ha definido bien Víctor. "tabú" es una forma superior del respeto, basado en motivos religiosos, o supersticiosos si se quiere, o en preocupaciones o temores de carácter social.
Yo no sé si con esta definición un poco pedantesca -todas lo son, según Ortega- había definido el "tabú"; pero yo me quedé tan tranquilo; Borrajo, sin embargo, accedió:
-¡Maño! "tabú" es todo aquello que no se puede tocar, bien por una preocupación o ya por un escrúpulo; por ejemplo, el sofá.
Todos nos quedamos extrañados.
- ¿El sofá? ¿Qué sofá?
Borrajo era el médico director de la Casa de la Beneficencia de Teruel, establecimiento que, como era corriente en aquellos tiempos, contenía en sí el Hospital provincial, la Casa cuna, el Hospicio y una especie de manicomio para casos leves (un tonticomio, como diría Unamuno) que no requerían un enérgico tratamiento.
- ¡Bueno! ¿Y qué pasa con el sofá? -preguntó uno de los contertulios.
- En el rellano de la escalera principal de la Casa de la Beneficencia -comenzó a explicar don José- hay un sofá en el que no se sienta nadie. Es un mueble forrado de yute rameado que pretende imitar un recamado de oro. Comúnmente está defendido por una funda de cretona estampada; pero en las festividades está al descubierto y adornado en los brazos y en el respaldo por unos tapetillos de encaje, que con toda reverencia coloca sobre el mueble sor Venancia. Hace unas semanas, a causa de no sé qué ceremonia, el sofá estaba descubierto. Pasó por allí el Mamo, un pobre imbécil al qué mimaban mucho las monjas a causa de su infatigable resistencia para partir leña, y se tropezó en el rellano con la Emerenciana, otra como él y también muy utilizada en las cocinas. Los dos tontos se miraron, sintieron el reactivo de una simpatía biológica y apretadamente abrazados se lanzaron al sofá, decididos a colmar los afanes de sus instintos. Pasó por allí sor Venancia, que al contemplar la escena salió corriendo por los pasillos gritando horrorizada: ¡En el sofá! ¡En el sofá! ¡En el sofá! Dando a entender que el hecho en sí no la trastornaba; que acaso por su larga experiencia hospitalaria comprendía toda la fuerza que tienen estos impulsos primarios entre los enfermos mentales, y que para ella, lo verdaderamente nefando era que aquello hubiese ocurrido ¡en el sofá! y es que el Mamo y la Emerenciana habían violado el "tabú".
Terminó Borrajo su relato que yo no garantizaría que fuera comprendido por todos los oyentes. Su suegro, don Miguel Vallés, un viejo maestro ultraderechista, se levantó haciendo gestos de reprobación. Yo glosé:
- Decididamente, don José, es usted un narrador formidable. Pero siempre arrimando el ascua a su irreligiosidad.
- ¿Y quién te ha dicho a tí que yo soy antirreligioso? -rechazó.
- Usted no cree en Dios.
- Tampoco eso es cierto. Yo creo en Dios. Lo que ocurre es que el concepto que yo tengo de Dios no es el que tenéis tú y la señora Damiana la del Tozal. Ese Dios que está esperando a que nos muramos para premiarnos o castigarnos en la otra vida, según que en ésta hayamos sido buenos o malos. Según mi Dios, el que aquí la hace, aquí la paga. No he visto a ningún granuja que se haya marchado sin pagar de una manera o de otra sus granujadas. Y quedarse con Dios (el mío o el vuestro) me voy de visita.
Y se marchó dejándonos entretenidos en nuestros comentarios.
Al poco de marchar Borrajo, se acercó a la mesa Teodoro, el conserje del casino.
- ¿Saben ustedes lo que pasa? -dijo-. Al agujetero le han dado una paliza tremenda y lo han encontrado medio muerto debajo del puente de la Reina. Decían que tiene tres o cuatro costillas rotas y varias descalabraduras. Miren ustedes. Ahora lo traen al Hospital de la Asunción.
- ¿Quién es? -pregunté.
- Cómo se conoce que está usted recién llegado a la ciudad. De haber estado aquí algo más de tiempo, ya hubiera usted oído hablar de él -me dijo Montesinos-, es el agujetero, un punto no sé si catalán o valenciano, que cayó por aquí hará unos diez años y que se hizo célebre por sus trapacerías: usurero, estafador, dicen que también pederasta y ahora se dedicaba a reclutar chicas por la provincia, para surtir los prostíbulos de Valencia y Barcelona.
- ¿Y las autoridades? -pregunté.
- No lo podían coger, pues se escurría con mucha habilidad. Menos mal que de cuando en cuando aparecía como ahora, con una buena paliza encima. Ésta es la tercera vez que le pegan. Y lo curioso es que nunca se sabe quién se las da.
- Yo sí lo sé -dijo don Antonio Desbeltrán.
- ¿Si? ¿Quién es?
- El Dios de Borrajo -respondió don Antonio con una convicción absoluta.
Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.
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