Mosén Nicolás era un sacerdote gordo, coloradote y de solemne andar. Buj decía de él que cuando caminaba por el centro de la calle, lo que en Teruel era necesario hacer para esquivar la caída de los témpanos que pendían de los aleros, el orondo beneficiado parecía una manifestación pacífica.
Como persona y como sacerdote, mosén Nicolás llevaba una vida ejemplar, haciendo además muchas caridades, a las que atendía a costa de privaciones con las pequeñas rentas que le producián unas tierricas que heredara de sus mayores.
A causa de la contribución de estas tierras tuvo que ir a la Delegación de Hacienda, porque en una revisión ordenada por el delegado, al que los turolenses llamaban Paco "el Alcotán" por lo mucho que tenía de cernícalo, le habían subido el "líquido imponible" y quería conocer la razón.
Se presentó en estas oficinas a la salida del coro, hora en la que pensaba que le podrían atender. Era uno de esos días crudos del feroz invierno turolense, en los que la helada de la mañana persiste hasta la helada de la tarde, que a su vez es anunciadora de la helada de la noche.
En las oficinas a aquellas horas no había nadie más que el subalterno, que acababa de hacer un sumario barrido de los suelos y pasaba con desgana una bayeta sobre las mesas, para hacerse la ilusión de que les quitaba el polvo.
- ¡Hombre, mosén! -exclamó el subalterno francamente sorprendido por la entrada del sacerdote-, ¿Qué le trae por aquí tan de mañana y con este frío?
- Vengo -dijo el sacerdote- a ver si me han despachado los papeles de una reclamación que presenté hace tres meses y que me corren bastante prisa.
- ¿Papeles de hace tres meses y con prisas? ¡Usted es muy inocente! Y luego, a estas horas. Aquí no viene nadie antes de las once, pues hasta las diez no llega el correo con los periódicos que compran los empleados para leerlos en la oficina. Solamente viene uno: el de la firma.
- Pues ese mismo...
- No, mosén. Ése no le sirve a usted. Ése es un señor que se ha adiestrado en imitar la firma de los compañeros y firma por todos en el pliego de la entrada.
- Tendré pues que esperar -se resignó mosén Nicolás-; a otras horas yo no puedo venir.
- Bueno, bueno. Pues siéntese usted ahí al lado de la estufica; que por la mañana que hace, se apetece.
El subalterno siguió parsimoniosamente su tarea.
- ¿Y qué hay por la catedral? -trató de iniciar una charla para amenizar la espera.
- ¿Por la catedral? Lo de siempre. La vida de la catedral es siempre la misma: las misas, el coro...
- Pero es buena vida. ¿Verdad? Ya sabe usted. Suele decirse "Vives como un canónigo".
- El trabajo no mata, ésta es la verdad, pero la remuneración... No vaya usted a creer, es bastante corta.
- Cuánto, Cuánto. Vamos a ver -invitó el hombre guiñando un ojo picarescamente.
- Hombre. Un canónigo -comenzó a explicar sinceramente mosén Nicolás- gana tres mil pesetas...
- ¿Al mes?
- ¡Ca! ¡Al año! Claro es que si tiene alguna dignidad, gana algo más.
- Pues mire usted, mosén. En la catedral pasa lo contrario que aquí. Aquí el que tiene dignidad es el que menos gana.
Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario