domingo, 8 de junio de 2014

La Escuela Normal (3)

   La Escuela Normal a mi llegada era una familia heterogénea, por la forma, por el temperamento y por la ideología de sus componentes. Parece extraño que elementos tan diversos, como los que allí se juntaban, pudieran permanecer pacíficamente e indisolublemente unidos. El Director Daniel Gómez, profesor de matemáticas, era de una honradez intelectual (y administrativa, desde luego) tan grande, que hasta tenía la honradez de confesar que no sabía de matemáticas. Era padre de cinco hijos un tanto turbulentos. Su mujer, una santa, recibía en la casa todos los meses la visita domiciliaria de tres o cuatro capillitas a cuya devoción estaba adscrita, mientras que don Daniel, sin renegar un ápice de su condición de católico practicante, estaba adherido al Partido Liberal de la rama Albista, estando, como es natural subscrito al periódico del partido La Libertad, que no era una publicación católica, precisamente.

    Un señor gordo, David Santafé, explicaba Ciencias Naturales, cumplidor estricto de sus obligaciones; pero poco sociable. No estaba marginado, como ahora se dice; pero no compartía la camaradería de los demás compañeros de claustro.

     Luis Doporto, republicano y Alcalde de la ciudad, explicaba Geografía. De porte muy poco democrático, a pesar de su republicanismo, vestía con atildamiento y gustaba de los trajes de etiqueta y de las fiestas de sociedad. Sabía Geografía y la enseñaba bien, pero tenía la manía de suspender, sin tener en cuenta que aquellos pobres muchachos no podían alcanzar los conocimientos geográficos que él poseía. Luis era sobrino de Severiano, santón del republicanismo turolense hasta su jubilación como catedrático del Instituto de Segunda Enseñanza al que se había trasladado en los últimos tiempos de su carrera, no por poder resistir la crudeza del clima de Teruel; pero pasaba los veranos en esta ciudad, juntamente con sus dos hermanas solteronas, ejemplares típicos de la ranciedad femenina teniendo los tres viejos, al decir del doctor Borrajo, a Luis en calidad de loro.

     Domingo Alberich, profesor de Lengua y Literatura, era de Reus, y por esa razón, según él mismo me lo dijo, era también republicano. se impuso imperativamente a mis afectos por ser el catalán más salado que yo he conocido. Estaba casado con María Rivas, también profesora en la de Maestras, y como buen catalán se dedicaba a los negocios, alternando la literatura con la venta de butifarra, de camas metálicas y de productos farmacéuticos. Fue el compañero con el que tuve una mayor intimidad, la que ha durado hasta su muerte, ocurrida recientemente en San Sebastián. Alberich y yo éramos los únicos supervivientes al producirse el Alzamiento Nacional, y tuve que avalarle, pues algún misericordioso, que nunca faltan, sacó a relucir lo de su republicanismo, y tuvo que pasar por el alambique de la depuración. Se me pidió informe y yo de verídico y escueto, pues la ficha depuradora decía así:

    ALBERICH Y OLIVE, Domingo. Profesor de las Escuelas Normales. Republicano de misa de once.

   Aquello hizo gracia a los depuradores y lo repusieron en su cátedra, sin más averiguaciones.

   Francisco Olmos Baixauli. El pedagogo de la casa. No creo que supiera mucha Pedagogía; pero como yo a la sazón tampoco sabía demasiada, y ni siquiera lo suficiente, no puedo juzgar acerca de su competencia. Alegre, retorcido y dinámico. Como buen valenciano tenía una trastienda luminosa; pero tras tienda. Había adoptado la postura del catolicismo y quiso en Teruel dedicarse a la propaganda ultraderechista entre los obreros. No le hicieron caso, pues a los obreros de Teruel no les interesaba el catolicismo de Paco Olmos, que además era valenciano.

   El claustro se completaba con dos auxiliares, uno albista y cojo, otro, cojo también republicano. Todos sabíamos de qué pie cojeaban ambos auxiliares, a los que no veíamos por la Escuela más que a la hora de cobrar.

    Como profesores especiales estaban el ya presentado Antonio Buj, que lo era de Religión. El de Música, cuyo nombre he olvidado, pero del que recuerdo que era muy buena persona. El de Francés, que tampoco recuerdo su nombre, ultracatólico que coleccionaba cofradías, pues pertenecía a todas las hermandades de la ciudad, y el de Dibujo, Eduardo Badenes del Sacramento, del que vale la pena escribir algunas líneas.

     Badenes era un dibujante formidable y hubiera sido un pintor más que estimable si hubiese puesto a un mismo nivel su gusto estético con su sabiduría del oficio. Estaba casado con una mujer opulenta, valenciana como él, tipo Rubens, que tiene su paralelo en el de las huertanas que tanto agradaban a Ramón Campoamor. Tampoco recuerdo como se llamaba, debía ser Amparo, como casi todas las valencianas. Pervive en mi memoria su aspecto imponente y lo remisa que era en ostentar sus esplendideces.

    Nunca oí a Badenes hablar de política; pero al llegar la dictadura del general Primo de Rivera, un gobernador que se llamaba José Mohíno Toribio, y que era en realidad más Mohino que Toribio, pretendió hacerlo alcalde. Yo tenía sobre aquel señor algún ascendiente y procuré quitárselo de la cabeza.

     - ¿Por qué no quiere usted que Badenes sea Alcalde? -me preguntó.

     - Por el bien del mismo Badenes -le respondí- Badenes es un hombre muy susceptible, con una sensibilidad a flor de piel. Cualquier contrariedad le produce un trastorno enorme, y en el cargo de alcalde, sabe usted muy bien que hay que aguantarlas. Tengo la seguridad de que si nombra usted a Badenes alcalde, a la primera interpelación que le hagan en el ayuntamiento, se suicidará.

     El gobernador se echó a reír y comentó:

     - !Que exagerado es usted¡

     Por aquellos días acabó de tramitarse mi traslado a la Escuela Normal de Cáceres y a las pocas semanas de hallarme en mi nuevo destino, una mañana se presentó en la Escuela el aguacil del Juzgado, citándome para responder a un exhorto enviado desde Teruel. Acudí presuroso y un tanto inquieto.

     - ¿Por qué pronosticó usted que don Eduardo Badenes se suicidaría? -me preguntó el juez.

     - ¿Es que se ha suicidado? -respondí sobresaltado.

    - Sí. Hace cinco días. Al poco tiempo de posesionarse del cargo de alcalde, una noche al volver del Ayuntamiento, se arrojó por el hueco de la escalera.

   - Era un maníaco depresivo, señor juez. Yo había notado en él esa tendencia a la susceptibilidad llevada a extremos obsesivos.

     - ¿Es usted médico?

     - No era necesario serlo. Yo le conocía muy a fondo, y no me ha causado asombro, aunque si pena por este desdichado final.

     - ¿Es esa su contestación?

     - Desde luego, señor juez.

     - Apunte usted -dijo el magistrado dirigiéndose al escribano.

     Era sorprendente la armonía y la cordialidad que reinaba entre nosotros, y no es que dejáramos de discutir y sostener desde nuestros puntos de vista ideas y opiniones en toda clase de terrenos, literarios, sociales, políticos y hasta religiosos, ni que en nuestras discusiones reprimiéramos la expresión verbal para hacerla cortés y comedida. En las entreclases nos reuníamos en la Secretaría y allí se hablaba de todo diciendo cada uno lo que sentía y en la manera que lo sentía. Algunas veces las invectivas y las ironías llegaban "a la raya" pero jamás pasaron de ella. Ni un mal humor, ni un enfado. Allí estaba como moderador don Antonio, el profesor de Religión, que cuando las cosas llevaban el camino de agriarse "metía mano" como él decía parodiando la terminología taurina, y se llevaba el toro "a otro tercio". Sonaba el timbre, anunciador del final del descanso, y todos cogidos muchas veces del brazo, derechas e izquierdas, tomábamos el camino de nuestras clases.

    Al escribir esto, el goce del recuerdo de aquellos compañeros se impregna de melancolía. Todos, absolutamente todos, partieron ya de esta presente vida y soy el único superviviente de aquel entrañable grupo de modestos trabajadores de la enseñanza, con los que compartí alegrías y dolores durante mis primeros pasos por la vida profesional.


     Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.



     

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