lunes, 17 de febrero de 2020

Una visita a Albarracín


Una visita a Albarracín


Camino Adelante

Teníamos grandes deseos de contemplar los restos de la más importante fortaleza de España en la edad medieval, sobre todo en los primeros siglos de la reconquista; de pasear por las calles de Santa María de Oriente, de admirar las murallas de EbuHudzaiv-Ben-Razyn que comenzó a llamarse Aben-Racin, de palpar los hierros artísticos de sus ferrerías... de ver los ganados que en otro tiempo tanta fama dieron Albarracín. Llegó el día y con él una fecha grata para nuestra memoria.

Por unas carreteras como la palma de la mano se desliza un Fiat que nos hace ir contemplando serenamente el panorama; antes de abandonar la carretera de Zaragoza para internarnos hacia la sierra divisamos a ras del suelo y asentada en la vega del Alfambra, la torre pizarrosa del pueblo de Concud... Cuando contemplamos a Caudé, ya con mayor elevación, que hace divisar sus casas, su iglesia y su torre, nuestro vehículo gira hacía la izquierda tomando una recta, que se pierde en la lejanía, de cerca de 15 kilómetros.

El viaje en este trozo se hace monótono, campos sembrados a hilera, con espesor en algunos lugares y claros en otros, cereales que demuestran el martirio de la sed a que han sido sometidos, labradores que roturan los barbechos algo en sazón con el agua caída....

Así llegamos a Gea de Albarracín cuando las sinuosidades, vueltas y revueltas de la carretera entre barrancos ha transformado el paisaje. No se nota por este trozo de carretera el espíritu de la Convención Internacional de 11 de octubre de 1909, que manda poner señales en diversos sitios que indican peligrosas revueltas rápidas (art.8).., nada hay que al desconocedor de la ruta le prevenga de un tropezón como no sea su prudencia...

Gea de Albarracín es un pueblo pintoresco, bañado en sus plantas por el Guadalaviar; rico por su vega, por el monte bajo que lo circunda, restos de aquellos que llegaban hasta las puertas de Teruel y que la tala demoledora dejó reducidos a su más mínima expresión.

Continuamos hacia Albarracín.


En Albarracín, vetusta y fuerte, pueblo de guerreros y pastores

A siete leguas de Teruel, sobre una aislada prominencia, que en parte rodea el río Guadalaviar, se sienta la ciudad de la Virgen y de las Barras, escondida en su agreste soledad como si quisiera meditar a solas sobre su antiguo poder y su perdida grandeza.

Su orgullo feudal parece como si desdeñara engalanarse con los harapos de los pueblos modernos: tan pobre como altiva, repúgnale abandonar su primitiva rusticidad dé su juventud y el bélico aparato de su edad viril. Habrán podido los siglos que han pasado desfigurarla en parte, pero no transformarla por completo; habrán podido convertir en ruinas o desencajar las piedras seculares de sus torres y murallas, pero no borrar del todo los vestigios de aquella singular fiereza con que durante una centuria estuvo contrastando el poder de los aragoneses. Albarracín fue pueblo de guerreros y pastores en sus primeros tiempos por la aridez de la roca en que se asienta y lo fragoso de los montes que lo rodean; en aquella época de hierro, no se prestaba a las faenas agrícolas ni a los inventos industriales ni a la paz y quietud que requieren las tareas comerciales.

Hoy, la dinámica de la civilización transformó a la ciudad, las gentes marcharon lejos a ganar más fácilmente la vida, el convento de los escolapios —del que nos ocuparemos en las crónicas sucesivas—parece un espectro viviente, que recuerda al colegio bullicioso donde se educaron muchos jóvenes que están en Teruel y más lejos. Joaquín Julián, los Cardes, Valdemoros, etc., añoran con razón y justicia el abandono de su colegio, orgullo de la región... únicamente el Padre Andrés, casi beato, y el cocinero, quedan de aquellos lejanos días...



Restos de grandezas pasadas

El Palacio episcopal desmantelado, desamueblado, inspira tristeza también; allí encontramos los retratos de varios obispos de Albarracín, desde don Andrés de Balaguer, creado obispo por Felipe III en 1603, y después don Isidoro de Aliaga, de gran parecido al cardenal Primado de España doctor Segura, creado por Felipe IIÍ en 1609, Lorenzo Lau, que lo fue por Carlos III en 1777; don Miguel Jerónimo de Fuembuena, elevado a la sede de Albarracín por Carlos II en 1683, fray Jerónimo Bautista Lanuza que lo fue por Felipe III en 1622 y don Joaquín González de Therán, que lo fue por Carlos IV en 1668, que renunció no tomando posesión y muriendo en Cádiz...

Por todos sitios quedan huellas de sus famosos hierros, la mayoría que consistían en balcones fueron comprados por anticuarios y transportados a América principalmente, las aldabas y clavos de las puertas fueron cazados con avidez. Don José Benlliure, como atestigua el Dr. Calvo, requisaba en sus veraneos cuantos objetos de esa clase podía. Lo que no pudimos ver fue, ni un ejemplar siquiera de cerámica, ésta si que no dejó rastro alguno.

La plaza, que era el alcázar de los reyes moros tiene unas calles radiales morunas netamente, como puede haberlas en Tánger, en el barrio árabe o en los poblados del Cedrón. Cada piso tiene un saliente hasta acabar los tejados vertiéndose mutuamente las aguas; el pavimento de las calles es rústicamente artístico. Hiladas de losas areniscas de color amarillo, combinadas con otras teñidas de óxido de hierro dibujan en el suelo aceras y una faja central del mismo color rojo oscuro. El Ayuntamiento, edificio del siglo XVI ha sido modificado interiormente para el acomodo de las oficinas.

El alcalde hoy es don Atilano Abad y el secretario don Rafael Badía y Castillo de Portugal que administran recta y honradamente los cuantiosos ingresos del referido municipio, provenientes principalmente de pastos y montes. Su presupuesto es de cerca de cien mil pesetas.



La antigua Ercávica y la torre del Andador

Caminamos hacia la ermita del Carmen cuyo recuerdo evoca pasajes históricos de Ercávica.

Agitada y turbulenta debió ser la existencia de sus moradores durante el largo período que se extienda desde la invasión de los árabes hasta el año 1363, en que se incorporó definitivamente a la monarquía aragonesa. De la época romana no queda sino la cuestión no resuelta todavía de si se llamó Ercávica, como se creía cuando allí se estableció la sede Arcabricense o si fue la famosa Segóbriga como creyeron Zurita, Antillón y otros o la Lobetam que menciona Ptolomeo de de los celtíberos. Lápidas con inscripciones medio borradas en la Catedral, que los naturales conocen con el nombre de la piedra de la sartén y otras, son memorias sepulcrales, votos a los dioses, homenajes a la majestad imperial. De la dominación árabe sólo le quedó el nombre, que algunos derivan del gobernador o caudillo Ebu-Ben Kazyu que por los años 1014 se declaró independiente del califato de Córdoba.

Ante nuestra vista aparecieren los restos de un torreón de piedra sillar, asentado en un recodo del río Guadalaviar, altivo, elevado sobre el precipicio de más de 60 metros; fue la torre donde estuvo encerrada y presa doña Blanca de Navarra. Fue esta torre más conocida en su antigüedad con el nombre de La torre del Andador, fortaleza inexpugnable que pudo resistir en 1298 durante cuatro meses los redoblados doblados ataques del poderoso monarca Pedro III , hoy solo peñascos como un guerrero mató lado en la refriega, sus muros y torreones aparecen destrozados. La torre del Andador y la Atalaya desempeñaron un papel muy principal en la historia de Albarracín. Ocupados en combatir sus moradores, faltóles tiempo para embellecer la ciudad con edificios ostentosos; he aquí por qué no hay tal vez en toda España otra urbe que conserve tan intactos los vestigios de feudalismo, como la belicosa capital de los Azagras... de los vasallos de Santa María y señores de Albarracín, como se apellidó fieramente el primero de aquella valerosa estirpe cuyo descendiente es don José Narro, vecino de la ciudad, que estudiamos. Por espacio de 120 años, los Azagras no rindieron pleitesía ni vasallaje a ningún rey de la tierra y solo —como veremos más adelante—cuando extinguida la línea masculina pasó el señorío a la familia castellana de los Núñez de Lara, pudo ser dominada tanta altivez y tanto brío.

Felipe II manda derruir las murallas y torres de la fortaleza el Andador cuando se dieran las enérgicas medidas para contener la corte a la nobleza, que fomentaba disturbios, descontentos y algaradas en España.


Todo reposa sobre piedra

Bajamos a la carretera para volver a subir por las escaleras de piedra rojiza, que bordean al túnel; no se necesita mucho tiempo para recorrer el reducido espacio que abarca la población; escalones abiertos en la peña, las calles angostas y sombrías, las casas, ni antiguas ni bien conservadas apoyan sus muros en contrafuertes de la misma roca, dándoles aspecto de fortalezas desde el cauce estrecho del Guadalaviar. Todo reposa sobre piedra; hasta el mismo horizonte, harto limitado, se compone de encumbrados riscos, colinas volcánicas, laderas escarpadas, estratos de piedra casi verticales cuya aridez no contempla vegetación alguna. Solamente por donde pasa el río aparece algo de tierra de huerta que embellece con su verdor algunos árboles. A la mitad del precipicio, se abre la cueva de los judíos, cuyo barrio se extendía por el hoy despoblado campo de San Juan.



La Catedral

Volvemos hacia la catedral que cambió el primitivo nombre de Santa María por el del Salvador, que lleva actualmente y data del siglo 1212, penetramos en ella admirando la antiquísima carroza, sin valor artístico alguno, desarmada y arrinconada destinada a servir de vehículo a los obispos que hubo en esa diócesis. La iglesia consta de una espaciosa nave con cuatro capillas a cada lado, confundiéndose distintos géneros de, arquitectura, pero sin que ninguno le confiera especial fisonomía. A solicitud de don Pedro Ruíz de Azagra, primer señor de Albarracín, fue erigida Catedral en 1171 la antiquísima iglesia de Santa María, anterior a eso a la dominación de los árabes en 1172 la consagró el obispo de Toledo don Martín, belicoso pastor que concurrió al sitio de Cuenca y no dudó en hacer compatible, según el espíritu de aquellos tiempos, el ministerio pastoral con el manejo de la espada y la ballesta. Por cuatro años llevó el dictado de Arcabricense en memoria de la famosa Ercávica, para tomar luego el de Segabricense que tampoco cuadró con lo que suponía. Con este motivo, hubo ruidosos pleitos entre Albarracín y Segorbe, que terminaron en 1576 con la formación de dos diócesis y la consiguiente división del territorio, quedando desde entonces la silla episcopal de Albarracín, como sufragánea del obispado de Zaragoza y Segorbe de Valencia, que poco tiempo antes había sido erigida en metrópoli. La diócesis de Albarracín fue suprimida en el último concordato celebrado con Roma y agregada su jurisdicción al obispado de Teruel.

El llamado Rey Lobo citado el códice romanceado de Castiel, existente en la Biblioteca Nacional de Madrid (sección de manuscritos número 7.812) trasmitió a don Pedro Ruíz de Azagra el lugar famoso de Albarracín. El Rey Lobo fue uno de los mejores príncipes de la morisma española, lo pobló y fortificó sin reconocer el señorío de los Reyes de Aragón y de Castilla, llamándose vasallo de Santa María y señor de Albarracín.  Demostró ser tan hábil diplomático como era valeroso caballero, al lograr que el arzobispo de Toledo le diese prelado propio y estableciese en Albarracín la sede episcopal, con lo que, aumentando el fervor espiritual de sus moradores, oponía mayor resistencia a las entradas y correrías de los enemigos de la fe cristiana. La erección de la iglesia de Santa María en episcopal, fue confirmada por el Pontífice Inocencio III y en tiempo de Inocencio IV, en que se ganó a los moros Segorbe, se fusionaron ambas iglesias.

MOHAMED-BEN-CHAPRUTH


Hojas Provinciales
El Mañana, 17 de mayo de 1929


Turoliense.aun2020 
  
     
     

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