No me inspiró la menor simpatía la Dictadura del general Primo de Rivera. No soy antimilitarista, al contrario admiro las virtudes castrenses cuando son auténticas y creo que el ejército, aun en la paz, puede ser buena escuela para la formación ciudadana. Pero las dictaduras no me placen y, sobre todo, me desplacen las dictaduras militares, al menos para mí, aunque tenga que reconocer que muchas veces se hacen necesarias para los demás. Esto obedece a la diferencia que yo encuentro sobre la manera de entender la disciplina entre lo civil y lo militar, pues mientras que la disciplina militar tiene como fundamento la subordinación, es decir, el acatamiento indiscutible e indiscutido (sub ordine) a un imperativo que no se discierne, y la disciplina así concebida no es otra cosa que un ciego mecanismo.
Teruel recibió la Dictadura, no con hostilidad, pero sí con prudente reserva. Los políticos antiguos se apartaron expectantes y los gobernadores tenían que echar mano de personas ni mejores ni peores que las que habían antes, pero que evidenciaban la desventaja de su absoluta inexperiencia en el manejo de los negocios, o bien recurriendo a tránsfugas de los viejos partidos que para no perder predominio se adaptaban a la nueva situación. Estos creo que fue igual en todas las provincias, pues la picaresca, tan nacional, fue siempre gala y prez de la política española.
Entre los problemas de en Teruel se presentaron a los gobernadores, fue sin duda uno de los más arduos el de la designación de las personas que habían de ocupar las alcaldías, pues nadie quería ser alcalde después de la brillante etapa de Pepe Torán, que, con despilfarro y todo, había sido fecunda en útiles realizaciones.
En los seis años largos que duró la Dictadura, se vio desfilar por la presidencia del Ayuntamiento a toda una serie de señores, desde luego la generalidad de ellos irreprochables como personas y alguno hasta prestigioso en su terreno profesional, pero totalmente inepto para el cargo, máxime en una población como Teruel que tenía el liberalismo incrustado hasta los huesos. Así entre tanteos y vacilaciones, la alcaldía fue a parar sucesivamente a manos de dos locos, don Aniceto Marqués, que llegó incluso en plena Dictadura a proclamar la República desde el balcón del Ayuntamiento y Eduardo Badenes un maníaco depresivo que incapaz de superar los problemas municipales acabó por tirarse de cabeza por el hueco de la escalera de su casa.
Yo ya había encajado e Teruel; pero mi cacereñismo irrenunciable, el haber fallecido mi padre y las llamadas de los hermanos, alarmadísimos por la situación de nuestra casa en manos de mi madre, y mi madre en manos de sus sobrinas, me hizo regresar. Solicité la cátedra de Pedagogía de la Escuela Normal de Cáceres, y aunque yo no sabía Pedagogía, como alguien me dijera que otro tanto les ocurría a todos los pedagogos españoles sin el menor escrúpulo intelectual, en un atardecer de primavera, despedido cariñosamente por amigos, compañeros y discípulos tomé el tren camino de mi pueblo natal.
Ello no fue sin pena. Atrás dejaba cariños como no los he vuelto a encontrar jamás y son muchas las noches que sueño que vuelvo a Teruel a afrontar sin miedo la vida de estrecheces y trabajos superados siempre por el calor sincero de aquellos maravillosos corazones.
Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.
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