sábado, 4 de octubre de 2014

El tío Benicio (14)

   Nunca me he dejado invadir por la tristeza. He sentido muchas veces la pena y sobre todo las penas; pero ese estado deprimente de lo afectivo que se llama tristeza, me es desconocido. Me pasa en esto algo parecido a lo que me ocurre con el miedo: no recuerdo haberlo sentido jamás, aunque muchas veces sentí lo que yo llamo miedo racional, que es una situación de angustia ante un mal conocido, cuya proximidad se presiente. Quizá la diferencia que yo veo entre pena y tristeza, no sea otra cosa sino una sutileza dialéctica, como acaso lo es también la distinción que establezco entre miedo y temor racial; pero el caso es que en mí ni en la pena intensa ni en la tristeza, jamás perdí la capacidad de reaccionar, unas veces haciéndoles frente hasta vencerlas, otras aceptándolas con una absoluta conformidad, como algo que, por ser como es, es inútil pretender que sea de otra manera.

   Ése es el secreto de mi imperturbable alegría y de mi imperturbable optimismo. No es un "no importa" o "nada importa", sino más bien un "es así" y hay que tomarlo "como es" y buscar en el "como es" el mejor asidero para conllevarlo; pues quizá el verdadero alivio para las penas esté en saber sufrirlas con reflexión, en vez de hundirse en la cobardía de la desesperanza.

   En mi casa, en los tiempos difíciles, disipábamos las tinieblas de la realidad con el resplandor luminoso de la fantasía y así es como irrumpió en nuestra vida familiar la figura del tío Benicio.

   Contar cuentos era uno de nuestros entretenimientos familiares. A la hora de comer (lo que había y cuando lo había, aunque gracias a Dios siempre hubo lo suficiente, aunque algo estricto) se contaban cuentos; cuentos bonitos, amables y sencillos, que yo solía bordar sobre cañamazo de algún hecho histórico, ambientando el relato con divagaciones y detalles pintorescos que mantenían el interés. No importaba mucho una rigurosa superposición del relato a la realidad histórica, salvo en la idea central; por eso la narración unas veces estaba llena de una emoción acentuadamente coloreada y otras brillantes incongruencias y de estrepitosos anacronismos, que al ser notados por los chicos, los coreaban con grandes carcajadas.

   Extraía los temas además de la historia, de la Biblia, de las florecillas de San Francisco, que estos últimos eran los que más gustaban. Procuraba cuidadosamente no caer en la pedantería de aleccionar ni sacar consecuencias morales. Allí de lo que se trataba era de entretener, de divertir y, de paso, evitar que los muchachos armaran ruido en la mesa. Un cuento no era el tema para un solo día, solía durar mucho, y así la historia de José me dió materia para tres semanas, pues sólo en la descripción de las plagas de Egipto empleé siete días, a día por plaga; la leyenda de la Virgen de Guadalupe nos entretuvo casi tres meses y no recuerdo cuánto tiempo anduvimos a vueltas con la Historia del Mio Cid. Mis hijos, cinco a la sazón, se entusiasmaban y a veces se emocionaban hasta el borde de las lágrimas; pero esto yo trataba de evitarlo, porque sé que las emociones deprimentes alteran la digestión.

   Al sentarnos a la mesa, uno de los chicos solía decir:

   - Papá: ¡Sigue!

   - ¿Por dónde íbamos? -preguntaba yo.

   - Nos quedamos cuando las vacas flacas eran ya tan flacas, que solamente se les veían los cuernos
.
   Y así enlazaba el relato con el día anterior.

   A veces la lección se hacía inevitable, como ocurrió durante el cuento de la Virgen de Guadalupe.

   - Sigue, papá - invitó uno de los críos según costumbre.

   - ¿Por dónde íbamos? -pregunté.

   - Íbamos cuando el perro del vaquero se encontró la vaca muerta.

   - ¿Cómo se llamaba el perro?

   - Se llamaba Temerón y era un mastín grande y peludo, que era muy valiente luchando con los lobos. Llevaba el cuello un collar ancho lleno de puntas muy afiladas...

   -¿Cómo se llama ese collar, papá? -inquiere uno de ellos.

   - Se llama carlanca.

   - Pues tú dijiste ayer que se llamaba carranca.

   - Así es como lo llaman los pastores por Cáceres, pero su verdadero nombre es carlanca.

   - Es igual -aducía impaciente- tú, sigue.

   Por aquellos días se había acabado un cuento y los muchachos me instaban a que empezara otro. Yo no estaba de humor y trataba de eludir el encargo. Pero los chicos insistían.

   - ¿Qué cuento queréis que os cuente? -rechacé fastidiado.

   - Cualquiera. Mejor uno tuyo.

   - Como no queráis que os cuente el de mi tío Benicio... -les dije por decir algo y sin saber siquiera lo que decía.

   - Pues ése mismo -aceptaron los chicos.

   Tío Benicio fue una creación espontánea, repentina e inesperada de mi imaginación. Yo había pronunciado ese nombre como podía haber expresado otro cualquiera, y, sin embargo, desde aquel mismo momento dejó de ser meramente pensado, para convertirse en una personalidad con existencia casi real, encarnada en una corporeidad extraordinaria.

   - Tío Benicio era -dije dejándome arrastrar por la imaginación- tío mío, pariente más o menos lejano de mi padre que siendo muy niño emigró a las tierras de América, a Venezuela...

   Todo punto de partida implica el movimiento inicial de un itinerario, de un camino a recorrer, y yo ya me sentía obligado a recorrer el camino iniciado con la creación de un ser que por el solo hecho de haber sido imaginado, ya tenía una indestructible forma de realidad.

   Resolví seguir adelante.

   No tenía que cavilar mucho para encontrar escenario donde situar la acción pues tenía reciente la lectura de Doña Bárbara y Rómulo Gallegos me proporcionaba el mejor que se pudiera apetecer como sostén de mi fantasía.

   Tío Benicio había emigrado siendo muchacho a América, metiéndose como polizón en un barco holandés. Lo descubrieron y en vez de desembarcarlo en el primer puerto en que tocara el barco, lo pusieron a trabajar con los demás marineros de los que conquistó la simpatía enseñándoles a torear y a cantar flamenco. Lo desembarcaron en Venezuela, metiéndole en el bolsillo una cantidad de dinero que le dio el capitán del barco, acrecentada con una aportación que hicieron los marineros. Pasó en los  primero tiempos toda clase de trabajos y penalidades  hasta caer en la estancia de una viuda riquísima que se enamoró de él y con la que terminó casándose; y como la viuda también se murió dejándole todo su capital y sus posesiones a tío Benicio, éste, hombre riquísimo, nos lo había dejado todo a nosotros, pues había muerto en Caracas haría unas tres semanas.

   Los muchachos sabían que todo esto era un cuento; pero se identificaron de tal manera con el relato, que ya se veían corriendo por la sabana tras los rebaños de los caballos salvajes, junto a los pozos de petróleo, remontando el Amazonas para matar caimanes o luchando con los indios que invadían nuestra propiedad para robarnos el ganado.

   Tenían mis hijos un amigo, que se llamaba Pedro, hijo del oficial mayor del Ayuntamiento, y a Pedro le contaron lo de la herencia de tío Benicio; Pedro se la contó a su madre, ésta a su esposo el cual lo contó en el Ayuntamiento, y en menos de una semana todo Teruel estaba lleno de la noticia de la cuantiosa herencia que Floriano había de recibir de un tío riquísimo fallecido en América. El director del Banco de Aragón se me ofreció para todas las operaciones que tuviera que hacer para el traslado o inversión del capital y mi jefe don José María Rivera, hasta se me enfadó un tanto, porque creía que yo se lo ocultaba.

   - ¡Por Dios, don José! -le dije-, Si usted cree que es cierto lo de la herencia ¿por qué no me adelanta a cuenta veinte duros que necesito para acabar el mes?

Aquello le convenció.

   Y sin embargo, tío Benicio vive entre nosotros, como la sombra de una sombra que vaga por el hogar. Así, cuando por algo extraordinario, un premio o la remuneración de un trabajo extraordinario hacía evidenciar cierto desahogo en la casa, los hijos, ya mozos, solían comentar:

   Es que ha venido tío Benicio?
   Desde luego, es evidente, que las fuerzas de la mente dan corporeidad a lo imaginario.



  Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.


   

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