miércoles, 1 de octubre de 2014

La aventura de Ademuz (12)

   Nunca perdí el contacto con Madrid. Me escribía con don Manuel, con don Elías y con los compañeros del Centro de Estudios Históricos. A pesar de mi necesidad imperiosa de hacer por la vida, no había abandonado la investigación, y revolvía incesantemente los archivos,  acompañado por Víctor Sancho, muchacho bueno, inteligente y entusiasta, pero de un lirismo tan exaltado, que le hacía divagar y perder de vista hasta las más impresionantes realidades.

   Hice allí un estudio sobre el Establecimiento de la inquisición en Teruel, otro titulado San Vicente Ferrer y las Aljamas turolenses; un estudio muy documentado y abundante en datos acerca de la Vida económica y la cuestión monetaria, y una Catalogación del Archivo histórico de la Diputación Provincial, que, que en mi opinión es el de la Antigua Comunidad de las aldeas de Teruel. Al mismo tiempo realizaba exploraciones arqueológicas que culminaron con el descubrimiento de una interesante necrópolis judaica del siglo XIII, descubrimiento este último que tuvo una cierta resonancia internacional.

   De todo esto daba cuenta a mis maestros quienes me animaban a proseguir en mis trabajos, lo que no era necesario, pues yo, por vocación muy decidida y para evadirme de las estrecheces en que vivía, me entregaba a mi labor con verdadero apasionamiento creyendo vivir otra vida mientras reconstruía el ambiente del Teruel del pasado. Durante el estudio sobre la inquisición, hasta llegué casi a identificar mi persona con la de micer Camañas, el habilidoso jurista que se opuso al establecimiento del Santo Oficio en la ciudad, derrochando argumentos y energías muy a tono con la testarudez aragonesa.

   Don Manuel se me presentó un día en Teruel inopinadamente. Llegaba lastimado, pues al subir o bajar del tren había caído, hiriéndose en la espinilla con el estribo del vagón. Lo curó el doctor Iranzo, el que después, durante la República, había de ser ministro de la Guerra, y que se encontraba en mi casa dando lección de taquigrafía con otros cuantos a los que yo aleccionaba en este arte. Don Manuel quería ir a Ademuz, porque en la fotografía de una ermita de este pueblo, había descubierto, al fondo, incrustado en un retablo barroco, un cuadro cuatrocetrista de la escuela Valenciana, que le interesaba estudiar. Me admiró su agudeza visual, pues la pintura, en la fotografía, apenas si tenía cinco milímetros en cuadro. El Rincón de Ademuz es un enclave de la provincia de Valencia, entre las de Teruel y Cuenca. Geográficamente corresponde a la de Teruel; pero políticamente pertenece a la de Valencia y en lo religioso al obispado de Segorbe. Está en la articulación de la Sierra de Javalambre con la del Sabinar que cierra el rincón por el sur, en un terreno seco montuoso; pero al cual, el Turia, que lo atraviesa de norte a sur, forma una vega feracísima, con extensas huertas de muy buenos frutales. Mi jefe, don José María Rivera, natural de Ademuz, donde tenía familia y algunas propiedades, nos dijo que teníamos que hacer el viaje. Había que recorrer más de cuarenta kilómetros en diligencia y muy de mañana salimos de Teruel en un coche al que arrastraban fatigosamente dos mulas esqueléticas, siendo de maravilla ver cómo corrían aquellos animalitos a pesar de su escuálido porte.

   A las tres de la tarde llegamos a Ademuz y después de buscar posada para pasar la noche, nos encaminamos a la ermita, que estaba en el valle, a las afueras del pueblo; ermita que llevaba por título "La Virgen de la Huerta". La pintura era preciosa y justificaba por completo el madrugón y el traqueteo del coche, que nos había dejado los huesos bien molidos. Don Manuel hizo su estudio, me dio algunas explicaciones y luego me advirtió:

   - Esto se pierde.

   - ¿Por qué?

   - Suba aquí y verá. Encima mismo del cuadro cae un goterón, que viene sin duda alguna de esa grieta que está en la bóveda del ábside. Como el cuadro está pintado al temple el agua lo borrará todo.

   - Valdría la pena hacer algo por evitarlo ¿no le parece?

   - Clara que sí -afirmó el maestro-. Pero ya sabe usted lo que son estas cosas. La ermita está amenazando con hundirse por esta parte y mientras se resuelve el papeleo es seguro que se consuma la ruina. Lo más urgente es que se arranque la pintura del retablo; lo que además tendría la ventaja de que la veamos completa, pues tiene ocultos más de treinta centímetros por arriba y seguramente otros treinta por abajo. Si usted consigue permiso del Obispo para arrancarla y trasladarla a la parroquia, será la única manera de salvarla.

   Recogimos nuestros bártulos y nos fuimos a dar una vuelta por el pueblo, que tiene una topografía accidentadísima, pues está construido en la ladera de una colina y las calles se alinean escalonadamente, como si fueran bancales. Era Martes de Carnaval y las calles estaban llenas de mascarones grotescos, monstruosos y a veces repugnantes. Predominaba entre estos disfraces uno consistente en un colchón lleno de paja. El disfrazado, metido dentro del colchón, asomaba la cabeza por la parte superior y los pies por debajo, y como no podía moverse, llevaba atadas unas sogas de torno, de las que tiraban por los cabos unos cuantos muchachos. Así vimos media docena.

   - Pues sí que es una diversión, ¡Jinojo! -exclamó mi maestro.

   - Desde luego -asentí. Pero siempre me han parecido así todas las cosas del Carnaval.

   La mayor parte de los hombres que andaban por el pueblo, disfrazados o no, estaban borrachos, y como habían notado presencia de forasteros, yo, temiéndome algún desmán, arrastré a la posada a mi maestro, donde nos dieron muy bien de cenar y nos acostamos enseguida. Estábamos en realidad muy cansados y nos esperaba otro madrugón al día siguiente para emprender el regreso.

   A la mañana siguiente tomamos el mismo coche y yo creo que tirado por las mismas mulas. Hacía mucho frío, pero don Manuel se obstinó en que hiciéramos el viaje en el pescante, abrigados las piernas y los pies con una manta un tanto pringosa que nos cedió el cochero.

   Desde la carretera, hacia el este, divisamos un pueblo tan grande como Ademuz.

   - Es Vallanca -nos informó el cochero.

   - Ese pueblo es muy notable -dije a don Manuel- en él hay un cura que descasa a las gentes.

   - ¿Cómo es eso?

   - Sí; me lo contó mi jefe en Teruel. Dicen que no hace inscripciones en el Libro de Matrimonios de la parroquia sino cuando le avisan que va a tener visita pastoral; y si entre tanto los que se han casado desde la última visita se llevan mal los lleva a la iglesia y los descasa.

   - Eso será cuento -comentó don Manuel.

   - No crea usted -intervino el cochero- ese cura era muy raro.

   - ¿Dice usted era? -intervine yo- ¿es que ha muerto?

   - ¡Ca! No señor, es que ya no está en el pueblo. Se ha casado y se ha ido a Valencia.

   - ¿Que el cura se ha casado?

   - Si señor. Con una señora de Valencia que tiene una confitería.

   No quisimos más explicaciones, pues por la forma como el cochero contaba todas estas cosas se veía que para él todo aquello era lo más natural del mundo.

   Aquella excursión con don Manuel trajo para mí consecuencias que por muy poco no derivaron en tragedia. No me olvidé, ni mucho menos, de la advertencia que me hizo el maestro sobre la segura pérdida del cuadro si continuaba expuesto a la acción de la gotera que caía encima y escribí al Obispo de Segorbe exponiéndole el caso. El Obispo me contestó diciéndome que autorizaba el traslado, siempre que lo hiciera personalmente yo, para lo cual habría de ponerme de acuerdo con el cura párroco de Ademuz.

   Así lo hice y un día de primavera, como quien va de romería, con mi mujer y los niños y acompañados por el pintor Salvador Gisbert, en un auto nos trasladamos a Ademuz. En la ermita nos esperaba el cura, e inmediatamente comenzamos nuestro trabajo.

   Yo tengo un sentido especial, indefinido e indescriptible para ventear los peligros. He comprobado su existencia en tres o cuatro ocasiones a lo largo de mis andanzas por los pueblos, y aquella tarde comencé a sentir una inquietud que me hacía apresurarme a pesar de la delicadeza que requería el trabajo que estaba realizando. Allí ocurría algo raro que yo no acertaba a discernir. Pasaban y pasaban mujerucas por delante de la ermita; miraban desde la puerta y se alejaban en silencio, para pasar y repasar otra y otra vez, acompañadas por un hombre.

   Ya teníamos desclavado el cuadro del retablo y Gisbert procedía a realizar una sumaria limpieza con gran cuidado, pues la pintura se desprendía en las partes sobre las que había actuado la gotera, cuando una mujer se precipitó violentamente dentro de la ermita gritando.

   - ¡Ay la mare de Deu! ¡Que te sacan de tu casa!

   El cura trató de calmarla, explicándole que la llevábamos a la parroquia porque la ermita estaba ruinosa y el cuadro se estaba arruinando a causa del agua que entraba por las grietas. La mujer no se convenció y salió de la ermita lanzando improperios y amenazas.

   - Quieren llevarla a la parroquia -vociferaba aquella mujer -para robársela al pueblo, porque la parroquia es del cura y la ermita es del pueblo
.
   Y tras esta interpretación tan original de la jurisdicción eclesiástica, la mujer se adentró por las calles del pueblo vociferando.

   Al poco tiempo comenzaron a formarse grupos hostiles en torno de la ermita; y cuando nosotros, ya con el cuadro preparado y envuelto en unas colchas lo llevábamos a la iglesia, por todas las esquinas iban apareciendo hombres y mujeres haciendo ademanes poco tranquilizadores.

   Mi mujer y los niños habían marchado a la casa del cura, que quería obsequiarnos con una merienda, y nosotros acudimos allí después de haber dejado el cuadro colocado en la parroquia.

   Los síntomas de motín se hacían cada vez más sensibles y dos o tres veces insté a mi mujer para que nos marchásemos; pero ella lo estaba pasando bien y los niños, en grande, correteaban por la huerta. Yo, por no asustarlos, no me atrevía a advertirles del peligro. Gisbert, como era sordo no se enteraba de nada y seguía comiendo rajas de chorizo con una parsimonia desesperante.

   A media merienda se presentó el chófer diciéndome muy agitado:

   - Don Antonio, el pueblo está muy alborotado y yo he tenido que esconder el coche, pues hablaban de quemarlo. Dicen que han descolgado el cuadro porque sabían que tenía detrás muchas hojas de oro y que se las llevan ustedes escondidas entre las mantillas del pequeño. Creo que debemos de marchar inmediatamente. Yo tengo el coche a la salida de la huerta, al final de la calleja.

   Sin hacer caso a las seguridades que me daba el cura de que no podía pasar nada, pues aquel pueblo era muy pacífico, muy bueno y muy tranquilo, pues sé muy bien cómo son los pueblos buenos, pacíficos y tranquilos cuando se ponen burros, ordené la partida inmediata. Y  aquello fue muy a tiempo, pues cuando llegamos al coche, ya bajaban por las callejuelas grupos de mozallones armados con palos y dando toda clase de gritos.

   Arrancamos apresuradamente, pero aún zumbaron tras nosotros tres o cuatro piedras de las que lanzaron aquellos bárbaros.

   Según nos dijeron, el motín que se formó allí aquella noche fue espantoso. Obligaron al cura a bajar el cuadro nuevamente a la ermita, y aún tuvo que acudir la Guardia Civil de los contornos para sosegar, por las buenas o por las malas, a aquella gente.

   A los dos días, el delegado gubernativo de Chiva, un comandante que tenía fama de muy malas pulgas, se presentó en mi casa de Teruel para informarme de lo ocurrido, y después de escucharme dijo:

   - No se preocupe usted. A esos los meto yo en cintura. Ahí hay algo más que lo del cuadro.
   Y se marchó sin quererme dar más explicaciones.

   Me enteré de que, efectivamente, marchó a Ademuz. Supo por la Guardia Civil quiénes habían sido los más alborotadores; escogió a cuatro de éstos, los más significativos, y los obligó a que lo acompañaran para volver el cuadro a la parroquia, lo que hicieron a través de las calles desiertas y con las puertas y ventanas cerradas. Al llegar a la iglesia, y después de colocar el cuadro sobre un altar, el comandante dijo al cabo de la Guardia Civil que le había acompañado en el retorno:

   - Llévese usted a estos al cuartelillo y que los conviden.

   Creo que, efectivamente, los convidaron.

   Más tarde fue a visitarme el maestro de Ademuz, un muchacho que había sido alumno mío en la Normal de Teruel. Me informó que en aquel pueblo pasaban cosas muy raras y que lo del traslado del cuadro había sido nada más que un pretexto para ir contra el cura.

   - Yo llevo en el pueblo menos de un año -me dijo mi discípulo- y no he acabado de darme cuenta exacta de lo que allí pasa. Allí en todo el Rincón hay una secta extraña. Ellos se dicen espiritistas, pero lo que hacen en realidad es más bien cosa de brujería, dando culto al Diablo.

   - Hombre -objeté- déjese de cuentos. A estas alturas...

   - A estas alturas y aunque usted no lo crea - me explicó con absoluta convicción-. Usted no sabe lo supersticiosa que es aquella gente. Los espiritistas celebran reuniones en las ruinas del castillo. Es a lo que ellos llaman "ir al círculo" y en estas reuniones invocan al Diablo, se rocían con sangre de gallina y hacen otras ceremonias repugnantes y después llaman a los espíritus de los muertos con "eso del velador". De cuando en cuando, vienen desde Valencia un hombre y una mujer, a los que llaman los Grandes Maestros, y ese día por la noche hay reunión magna de todos los iniciados.

   - ¿No será todo esto fantasía de usted?

   - No don Antonio. Eso es una cosa que allí lo sabe todo el mundo. El cura ha predicado muchos domingos sobre esto, y de ahí arranca la animadversión de los espiritistas en contra del sacerdote, animadversión de la que han conseguido contagiar a todo el pueblo. El Delegado gubernativo ha tratado también de intervenir y le dieron en respuesta una broma muy pesada.

   -¿Sí? ¿Qué hicieron?

   - Ya sabe usted que la Dictadura tiene en cierto sentido el afán de crear ambiente lírico. Pues bien, el delegado gubernativo vino a Ademuz para organizar una fiesta del árbol. En esta clase de fiestas la colaboración del maestro es indispensable; así pues escogimos el lugar, mandaron de los viveros de Valencia unos hermosísimos plantones para que los plantaran los niños y una tarde el pueblo entero y aparentemente con mucha alegría, subimos al carro, se plantaron los árboles, hubo bendición, discursos y hasta un traguillo de vino...

   Hizo el maestro una larga pausa, que se prolongó hasta que yo le insté para que siguiera.
   - ¿Y qué pasó después?

   - Pues paso... que al día siguiente el delegado gubernativo no podía salir de la posada, porque a la puerta había dos enormes haces de leña formados con todos los plantones que los niños habían plantado durante la fiesta del Árbol.

   - ¡Que brutos!

   - Sí, son muy brutos. Bueno, don Antonio. Yo traigo el encargo de invitarle a usted a una fiesta que se da en el pueblo en su honor, para desagraviarle.

   -¡¡¡No!!! -grité-. Muchas gracias. Diga a aquellos señores que le han enviado, que yo declino el honor y que no estoy agraviado.

   ¡¡¡A Ademuz, de ninguna manera!!!


    Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.




No hay comentarios:

Publicar un comentario