Una visita a Albarracín
Camino Adelante
Teníamos
grandes deseos de contemplar los restos de la más importante fortaleza de
España en la edad medieval, sobre todo en los primeros siglos de la
reconquista; de pasear por las calles de Santa
María de Oriente, de admirar las murallas de EbuHudzaiv-Ben-Razyn que
comenzó a llamarse Aben-Racin, de palpar los hierros artísticos de sus
ferrerías... de ver los ganados que en otro tiempo tanta fama dieron
Albarracín. Llegó el día y con él una fecha grata para nuestra memoria.
Por
unas carreteras como la palma de la mano se desliza un Fiat que nos hace ir
contemplando serenamente el panorama; antes de abandonar la carretera de
Zaragoza para internarnos hacia la sierra divisamos a ras del suelo y asentada
en la vega del Alfambra, la torre pizarrosa del pueblo de Concud... Cuando
contemplamos a Caudé, ya con mayor elevación, que hace divisar sus casas, su
iglesia y su torre, nuestro vehículo gira hacía la izquierda tomando una recta,
que se pierde en la lejanía, de cerca de 15 kilómetros.
El
viaje en este trozo se hace monótono, campos sembrados a hilera, con espesor en
algunos lugares y claros en otros, cereales que demuestran el martirio de la
sed a que han sido sometidos, labradores que roturan los barbechos algo en
sazón con el agua caída....
Así
llegamos a Gea de Albarracín cuando las sinuosidades, vueltas y revueltas de la
carretera entre barrancos ha transformado el paisaje. No se nota por este trozo
de carretera el espíritu de la Convención Internacional de 11 de octubre de
1909, que manda poner señales en diversos sitios que indican peligrosas
revueltas rápidas (art.8).., nada hay que al desconocedor de la ruta le
prevenga de un tropezón como no sea su prudencia...
Gea
de Albarracín es un pueblo pintoresco, bañado en sus plantas por el Guadalaviar; rico por su vega, por el monte bajo que lo circunda, restos de aquellos que
llegaban hasta las puertas de Teruel y que la tala demoledora dejó reducidos a
su más mínima expresión.
Continuamos
hacia Albarracín.
En Albarracín, vetusta y
fuerte, pueblo de guerreros y pastores
A
siete leguas de Teruel, sobre una aislada prominencia, que en parte rodea el
río Guadalaviar, se sienta la ciudad de la Virgen y de las Barras, escondida en
su agreste soledad como si quisiera meditar a solas sobre su antiguo poder y su
perdida grandeza.
Su
orgullo feudal parece como si desdeñara engalanarse con los harapos de los
pueblos modernos: tan pobre como altiva, repúgnale abandonar su primitiva
rusticidad dé su juventud y el bélico aparato de su edad viril. Habrán podido
los siglos que han pasado desfigurarla en parte, pero no transformarla por
completo; habrán podido convertir en ruinas o desencajar las piedras seculares
de sus torres y murallas, pero no borrar del todo los vestigios de aquella
singular fiereza con que durante una centuria estuvo contrastando el poder de
los aragoneses. Albarracín fue pueblo de guerreros y pastores en sus primeros
tiempos por la aridez de la roca en que se asienta y lo fragoso de los montes
que lo rodean; en aquella época de hierro, no se prestaba a las faenas
agrícolas ni a los inventos industriales ni a la paz y quietud que requieren
las tareas comerciales.
Hoy,
la dinámica de la civilización transformó a la ciudad, las gentes marcharon
lejos a ganar más fácilmente la vida, el convento de los escolapios —del que
nos ocuparemos en las crónicas sucesivas—parece un espectro viviente, que
recuerda al colegio bullicioso donde se educaron muchos jóvenes que están en
Teruel y más lejos. Joaquín Julián, los Cardes, Valdemoros, etc., añoran con
razón y justicia el abandono de su colegio, orgullo de la región... únicamente
el Padre Andrés, casi beato, y el cocinero, quedan de aquellos lejanos días...
Restos de grandezas pasadas
El
Palacio episcopal desmantelado, desamueblado, inspira tristeza también; allí
encontramos los retratos de varios obispos de Albarracín, desde don Andrés de
Balaguer, creado obispo por Felipe III en 1603, y después don Isidoro de
Aliaga, de gran parecido al cardenal Primado de España doctor Segura, creado
por Felipe IIÍ en 1609, Lorenzo Lau, que lo fue por Carlos III en 1777; don
Miguel Jerónimo de Fuembuena, elevado a la sede de Albarracín por Carlos II en 1683,
fray Jerónimo Bautista Lanuza que lo fue por Felipe III en 1622 y don Joaquín
González de Therán, que lo fue por Carlos IV en 1668, que renunció no tomando
posesión y muriendo en Cádiz...
Por
todos sitios quedan huellas de sus famosos hierros, la mayoría que consistían
en balcones fueron comprados por anticuarios y transportados a América
principalmente, las aldabas y clavos de las puertas fueron cazados con avidez.
Don José Benlliure, como atestigua el Dr. Calvo, requisaba en sus veraneos
cuantos objetos de esa clase podía. Lo que no pudimos ver fue, ni un ejemplar
siquiera de cerámica, ésta si que no dejó rastro alguno.
La
plaza, que era el alcázar de los reyes moros tiene unas calles radiales morunas
netamente, como puede haberlas en Tánger, en el barrio árabe o en los poblados
del Cedrón. Cada piso tiene un saliente hasta acabar los tejados vertiéndose
mutuamente las aguas; el pavimento de las calles es rústicamente artístico. Hiladas
de losas areniscas de color amarillo, combinadas con otras teñidas de óxido de hierro
dibujan en el suelo aceras y una faja central del mismo color rojo oscuro. El
Ayuntamiento, edificio del siglo XVI ha sido modificado interiormente para el
acomodo de las oficinas.
El
alcalde hoy es don Atilano Abad y el secretario don Rafael Badía y Castillo de
Portugal que administran recta y honradamente los cuantiosos ingresos del
referido municipio, provenientes principalmente de pastos y montes. Su
presupuesto es de cerca de
cien mil pesetas.
La antigua Ercávica y la
torre del Andador
Caminamos
hacia la ermita del Carmen cuyo recuerdo evoca pasajes históricos de Ercávica.
Agitada
y turbulenta debió ser la existencia de sus moradores durante el largo período
que se extienda desde la invasión de los árabes hasta el año 1363, en que se
incorporó definitivamente a la monarquía aragonesa. De la época romana no queda
sino la cuestión no resuelta todavía de si se llamó Ercávica, como se creía
cuando allí se estableció la sede Arcabricense o si fue la famosa Segóbriga
como creyeron Zurita, Antillón y otros o la Lobetam que menciona Ptolomeo de de
los celtíberos. Lápidas con inscripciones medio borradas en la Catedral, que
los naturales conocen con el nombre de la
piedra de la sartén y otras, son memorias sepulcrales, votos a los dioses,
homenajes a la majestad imperial. De la dominación árabe sólo le quedó el
nombre, que algunos
derivan del gobernador o caudillo Ebu-Ben Kazyu que por los años 1014 se
declaró independiente del califato de Córdoba.
Ante
nuestra vista aparecieren los restos de un torreón de piedra sillar, asentado
en un recodo del río Guadalaviar, altivo, elevado sobre el precipicio de más de
60 metros; fue la torre donde estuvo encerrada y presa doña Blanca de Navarra.
Fue esta torre más conocida en su antigüedad con el nombre de La torre del Andador, fortaleza
inexpugnable que pudo resistir en 1298 durante cuatro meses los redoblados doblados
ataques del poderoso monarca Pedro III , hoy solo peñascos como un guerrero
mató lado en la refriega, sus muros y torreones aparecen destrozados. La torre
del Andador y
la Atalaya desempeñaron un papel muy principal en la historia de Albarracín.
Ocupados en combatir sus moradores, faltóles tiempo para embellecer la ciudad
con edificios ostentosos; he aquí por qué no hay tal vez en toda España otra
urbe que conserve tan intactos los vestigios de feudalismo, como la belicosa
capital de los Azagras... de los vasallos de Santa María y señores de
Albarracín, como se apellidó fieramente el primero de aquella valerosa estirpe
cuyo descendiente es don José Narro, vecino de la ciudad, que estudiamos. Por
espacio de 120 años, los Azagras no rindieron pleitesía
ni vasallaje a ningún rey de la tierra y solo —como veremos más adelante—cuando
extinguida la línea masculina pasó el señorío a la familia castellana de los
Núñez de Lara, pudo ser dominada tanta altivez y tanto brío.
Felipe
II manda derruir las murallas y torres de la fortaleza el Andador cuando se dieran
las enérgicas medidas para contener la corte a la nobleza, que fomentaba
disturbios, descontentos y algaradas en España.
Todo reposa sobre piedra
Bajamos
a la carretera para volver a subir por las escaleras de piedra rojiza, que bordean
al túnel; no se necesita mucho tiempo para recorrer el reducido espacio que
abarca la población; escalones abiertos en la peña, las calles angostas y
sombrías, las casas, ni antiguas ni bien conservadas apoyan sus muros en
contrafuertes de la misma roca, dándoles aspecto de fortalezas desde el cauce
estrecho del Guadalaviar. Todo reposa sobre piedra; hasta el mismo horizonte,
harto limitado, se compone de encumbrados riscos, colinas volcánicas, laderas escarpadas,
estratos de piedra casi verticales cuya aridez no contempla vegetación alguna.
Solamente por donde pasa el río aparece algo de tierra de huerta que embellece
con su verdor algunos árboles. A la mitad del precipicio, se abre la cueva de
los judíos, cuyo barrio se extendía por el hoy despoblado campo de San Juan.
La Catedral
Volvemos
hacia la catedral que cambió el primitivo nombre de Santa María por el del
Salvador, que lleva actualmente y data del siglo 1212, penetramos en ella
admirando la antiquísima carroza, sin valor artístico alguno, desarmada y
arrinconada destinada a servir de vehículo a los obispos que hubo en esa
diócesis. La iglesia consta de una espaciosa nave con cuatro capillas a cada
lado, confundiéndose distintos géneros de, arquitectura, pero sin que ninguno
le confiera especial fisonomía. A solicitud de don Pedro Ruíz de Azagra, primer
señor de Albarracín, fue erigida Catedral en 1171 la antiquísima iglesia de
Santa María, anterior a eso a la dominación de los árabes en 1172 la consagró
el obispo de Toledo don Martín, belicoso pastor que concurrió al sitio de
Cuenca y no dudó en hacer compatible, según el espíritu de aquellos tiempos, el
ministerio pastoral con el manejo de la espada y la ballesta. Por cuatro años
llevó el dictado de Arcabricense en
memoria de la famosa Ercávica, para
tomar luego el de Segabricense que
tampoco cuadró con lo que suponía. Con este motivo, hubo ruidosos pleitos entre
Albarracín y Segorbe, que terminaron en 1576 con la formación de dos diócesis y
la consiguiente división del territorio, quedando desde entonces la silla episcopal
de Albarracín, como sufragánea del obispado de Zaragoza y Segorbe de Valencia,
que poco tiempo antes había sido erigida en metrópoli. La diócesis de
Albarracín fue suprimida en el último concordato celebrado con Roma y agregada
su jurisdicción al obispado de Teruel.
El
llamado Rey Lobo citado el códice romanceado de Castiel, existente en la
Biblioteca Nacional de Madrid (sección de manuscritos número 7.812) trasmitió a
don Pedro Ruíz de Azagra el lugar famoso de Albarracín. El Rey Lobo fue uno de los
mejores príncipes de la morisma española, lo pobló y fortificó sin reconocer el
señorío de los Reyes de Aragón y de Castilla, llamándose vasallo de Santa María
y señor de Albarracín. Demostró ser tan
hábil diplomático como era valeroso caballero, al lograr que el arzobispo de
Toledo le diese prelado propio y estableciese en Albarracín la sede episcopal,
con lo que, aumentando el fervor espiritual de sus moradores, oponía mayor
resistencia a las entradas y correrías de los enemigos de la fe cristiana. La
erección de la iglesia de Santa María en episcopal, fue confirmada por el Pontífice
Inocencio III y en tiempo de Inocencio IV, en que se ganó a los moros Segorbe,
se fusionaron ambas iglesias.
MOHAMED-BEN-CHAPRUTH
Hojas
Provinciales
El
Mañana, 17 de mayo de 1929
Turoliense.aun2020
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