viernes, 12 de mayo de 2017

El Guerrero de la Andaquilla


El Guerrero de la Andaquilla 
o los peligros de la fantasía


Caía la tarde, las sombras precursoras de la noche comenzaban a fluctuar en el ambiente, los colores se apagaban con lentitud perdiendo tonalidad, y los gatos, sin excepción, empezaban a uniformarse de pardo pelaje.

Aquella tarde sentía deseos de abstraerme, de ensimismarme, de caminar a solas con mis pensamientos, y salí con intención de dar un paseo por las afueras. Al llegar a la puerta de la Andaquilla, un tropel de ideas históricas detuvo mi paso y quedé estático examinando el vetusto conjunto de aquellas piedras, llenas de tradición y de años, que han visto incólumes deslizarse generaciones y siglos.

La vibración insólita y emotiva que despierta el recuerdo nebuloso de un pasado obscuro, arraigó en mí, y el cuadro inanimado, se presentó a los ojos de mi fantasía con todo el realce de sus verdaderos tiempos. Las filigranas de sus rincones se restauraron. Como por arte de magia desaparecieron los tenderetes eléctricos allí situados, y con su desaparición cesó el contraste duro del anacronismo. La hornacina volvió a tener su imagen, y temblorosa resucitó la candileja, cuidada con esmero y cariño por manos piadosas y femeninas.

La puerta con sus herrumbres oxidados recobró su original fortaleza y junto a ella surgió el guerrero atlético, vestido de acero protector con su bigote poblado, con su tizona belicosa, con sus instintos luchadores...

El centinela vigilaba en las sombras pretendiendo atravesar las tinieblas con su mirada penetrante para sorprender los movimientos de la chusma sitiadora.

Después apareció la silueta del renegado traidor que vendía la plaza a los enemigos. Avanzaba escudándose en las sombras; Le guían dos secuaces malvados, partícipes de la traición y del botín.

El guerrero envolvió la cercana mansión de su amada en una mirada dulce y apasionada, un sus piro se escapó de sus labios; un toque de oración y alerta le arrodilló ante la imagen de la hornacina, y oró, mientras los traidores avanzaban para aprovechar por la espalda el momento propicio.

La ventana de la amada se abrió, dando un portazo sordo y un grito agudo de mujer vibró en las sombras anunciando peligro. Rehízose el guerrero. Los pesados mandobles fulguraron a la luz pavorosa de la luna, y ante el testigo único de una mujer pálida de emoción, llorosa y suplicante, suspensa y aterrada, chocaron los aceros.

El traidor cayó bañado en su propia sangre, los secuaces cobardes huyeron con presteza por angostas callejuelas, mientras el moribundo pedía confesión.

Y confesó su traición. Una antorcha encendida sería la señal convenida con la chusma enemiga para darles entrada en la ciudad. La ciudad se aprestó a la lucha. Gruesas piedras se amontonaron rápidamente en las estratégicas murallas. Una antorcha proyectó su luz rojiza desde la puerta, y los sitiadores, al amparo de la noche escalaron la cuesta de la Andaquilla, cuando un torrente de piedras las arrastró.

Gritos, imprecaciones, blasfemias... luego silencio. La lección fue dura. La ciudad volvió al descanso, y el guerrero centinela a su puesto. Sobre sus goznes, giró un postigo y una mujer avanzó hasta reunirse con el guerrero. La imagen de la hornacina recibió un juramento más, un juramento lleno de fe y de entusiasmo...

—Mañana — dijo el guerrero— cuando nuestros descendientes conozcan la gloriosa página que hoy hemos añadido a nuestra brillante historia, honrarán y venerarán esta puerta con la hidalguía de sus recios corazones.
                                                                               . . . .

Un ruido extraño me trajo a la realidad. El guerrero y la dama habían desaparecido. La hornacina, desconchada, vacila, y sin candileja era el simbolismo de un mudo reproche. Cables y tenderete eléctrico imponían la nota antiestética de un monstruoso anacronismo. La puerta maltrecha, yacía abierta, y en un rincón, una forma humana adoptaba una posición indicadora de los sucios menesteres que efectuaba.

Renuncié a mi paseo, viré en redondo, y aceleré el paso.

Una copla rasgó el aire: » Cosas hay que al parecer suelen parecer no siendo.»
                                                                               . . . .

¡Y otras que están sucediendo no debieran suceder!



JOSÉ Mª R-RADILLO

El Mañana
Teruel, 9 de febrero de 1931



aun2017


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