miércoles, 4 de junio de 2014

Don Miguel Ibáñez (11)

      Era un médico pequeñito, nervioso, violento...

     No quiere decir esto que fuera impetuosamente desagradable, sino que le afectaba esa fácil irritabilidad común a todos aquellos que la naturaleza privó de una estatura razonable.
Don Miguel en su trato era un hombre afable y de apacibles maneras y grata conversación. Ahora bien, si se le hostigaba una cuestión que le fuera desagradable, reaccionaba automáticamente, por explosión: cuando yo le conocí, ya pasaba de los setenta años, quizá frisara los ochenta y todo su orgullo se cifraba en poder alardear de una agilidad física sorprendente, pues cultivó la gimnasia desde sus años mozos, y consiguió tal flexibilidad muscular que a la menor alusión que se le hiciera acerca de su estado físico, don Miguel lo justificaba inmediatamente, dando un salto a pies juntillas, levantando sus plantas a más de medio metro sobre el nivel del suelo.

     Le llamaban "el Médico Borrego" sin que yo llegara a saber, aunque lo procuré, el porqué de tal apodo que debió ser herencia de algún antepasado, pues por lo que a don Miguel se refiere, a no ser por antonomasia, el mote no le cuadraba en absoluto.

     Casó con una mujer que debió ser guapísima. En Teruel su belleza se hizo tan famosa, que hasta fue proclamada desde el púlpito. Mosén Avelino, un viejo sacerdote, que en cuanto a cualidades intelectuales se atenía a la humildad más evangélica, pero que debió tener sin embargo muy buen gusto, ensalzando en un sermón las excelencias de la Virgen María, exultándolas en un arranque de elocuencia sagrada, que envidiaría el propio Bossuet, Exclamó:

     - Sí hermanos míos: la Virgen Santísima era la más pura, la más santa, el ejemplo más resplandeciente de todas las virtudes y tan bella, tan bella, que casi era tan guapa como la mujer de Borrego.

     Dicen que don Miguel, pese a hacerse esta proclamación de la belleza de su esposa, nada menos que desde la cátedra del Espíritu Santo, se enfadó mucho, pues él era republicano histórico, y librepensador, lo que no fue obstáculo para que colaborara con la Dictadura del general Primo de Rivera, como lo hicieran tantos otros republicanos históricos y librepensadores.

     Nuestro don Miguel, el de nuestro relato, en su pasión por la cultura física, había fundado un gimnasio. Lo llenó de pesas, poleas, escaleras de cuerda, cuerdas de nudos, espirómetros, potros y paralelas, y de toda esa clase de artilugios que dicen servir elasticidad a los músculos y agilidad al cuerpo, aunque es seguro que no siempre favorecen el desarrollo de la inteligencia.

     Allí impartió don Miguel sus enseñanzas plásticas a la mocedad turolense durante más de de cincuenta años, y ello con indudable éxito, pues cuando yo conocí la última de las generaciones entrenadas por el entusiasta médico, los mozos que la formaban eran ágiles, robustos y fornidos, lo que no era obstáculo para que fueran a la par bastante brutos, aunque no los más brutos de Aragón, pues esta palma se la llevan los de Ricla y Ayerbe, que serían los más brutos de España, si no existieran los de Pamplona.

     Por aquellos tiempos la gimnasia no era todavía un deporte, sino una práctica no competitiva, que propugnaba como fin el hombre sano y no al campeón, y don Miguel, que además de gimnasta era médico, daba a su palestra una tendencia escrupulosamente formativa, higiénica, profiláctica y hasta terapéutica.

     Y así vivió su gimnasio como institución protegida aun oficialmente durante muchos años; hasta que un día se presentó en Teruel como titular de la cátedra de Gimnasia del Instituto General Técnico de Segunda Enseñanza, un pollo que traía aires renovadores y absorbentes. Don Miguel no se resintió de la competencia. Al contrario, se puso inmediatamente en contacto con el "compañero" y como los dos gimnasios eran evidentemente demasiado para Teruel, acordaron refundirlos en uno que don Miguel regiría de derecho o más bien honoríficamente, llevando el joven recién llegado la dirección de las enseñanzas, claro es que bajo la supervisión del propio don Miguel.

     Esto de la supervisión no parece le hizo mucha gracia al viejo médico; pero decidió esperar a ver qué paraba.

    Todo se desarrollaba normalmente y pacíficamente durante la reorganización del gimnasio, y así se llegó al día de la inauguración. Se dio a este acto una solemnidad extraordinaria, con asistencia de todas las autoridades religiosas, civiles y militares. El obispo bendijo los nuevos locales a lo que se avino don Miguel sin el menor obstáculo, para dar un tinte de amable tolerancia. La autoridad civil cedió la presidencia a la eclesiástica y el Obispo abrió la sesión concediendo la palabra al joven profesor de cultura física.

    Comenzó éste exaltando las excelencias formativas que el proceso del desarrollo juvenil tenía la educación física, sin olvidar, porque en este caso era de rigor, el juvenaliano mens sana in corpore sano, pasando después a elogiar la labor que en este sentido y a lo largo de dilatados lustros había venido desarrollando su querido colega y maestro de todos don Miguel Ibáñez.

      Pero... "nada es estático en la naturaleza y por lo tanto nada puede ser inamovible en los dominios de la ciencia, cuyas conquistas requieren una constante renovación. Los procedimientos hasta aquí seguidos eran buenos para otros tiempos; pero hoy, si se me permite decirlo, están anticuados y todos estos artilugios de cuerdas, pesas, poleas y demás han sido ya superados".

     Y siguió por este camino, echando una de cal y dos de arena sobre el pasado, terminando por una exaltación a la labor de don Miguel a la que "sin embargo, no se le podía dar más alcance que la de haber echado los cimientos del moderno edificio cultural que en adelante habrá de ser el nuevo Gimnasio de Teruel".

       Don Miguel no aguardó a que se le concediera la palabra. Saltó de su asiento, irguió su figurilla en el centro del estrado y disparó:

      - Pues yo, a todo esto no tengo más que decir sino que este señor a mí me toca la chorra.

     Se levantó la sesión.


     Memorias Turolenses, 1918-1928. Antonio Floriano Cumbreño.



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