Convento del Desierto de Calanda
Este
convento se construyó en un bello paraje poblado de pinos, romeros, jaras,
tomillos y aliagas, entre los ríos Guadalope y Mezquín, en la falda de la
sierra de la Ginebrosa. Este emplazamiento se localiza en el término municipal
de Calanda, aunque, tal como indica Ramón Mur en su novela Sadurija, “en un enclave casi equidistante de los
núcleos urbanos de Calanda, Torrevelilla, La Cañada de Verich y La Ginebrosa...
a más de una hora a pie o en cabalgadura”.
Estaba
incluido en la provincia carmelitana de Santa Teresa, que englobaba a los reinos
de Aragón y Valencia. Su origen se remonta a finales del siglo XVII y se
relaciona, precisamente, con el nacimiento de esta nueva provincia de dicha
orden de carmelitas descalzos. Estos religiosos, atraídos por la belleza del
enclave, decidieron fundar un monasterio en la antigua Torre Alginés o Ginés,
propiedad de la Orden de Calatrava. Para ello, el 29 de septiembre de 1680
acordaron pagar (cada 22 de septiembre) 23 libras, 6 sueldos y 8 dineros
jaqueses de feudo y pensión anual a la Encomienda de Alcañiz. Tras esta
donación y concesión, el convento fue fundado por el hermano Antonio de Jesús
María (Antonio Tello), tras la correspondiente autorización del rey Carlos II,
y se dedicó a San Elías. El día 22 de septiembre de 1682 se tomó posesión del
mismo y se colocó el Santísimo Sacramento. Este mismo año se iniciaron las
obras de construcción del convento que se prolongarían hasta 1701. Tras sufrir
un gran incendio los días 28 y 29 de enero de 1705, como consecuencia de los
acontecimientos derivados de la Guerra de Sucesión (asalto y destrucción
ejecutada por un grupo de más de 200 hombres dirigidos por el alcañizano Luis
de Ram), fue restaurado en 1707. A esta obra pertenece, precisamente, la mayor
parte de los restos que hoy se conservan. A raíz de la visita efectuada por la
orden de Calatrava en 1719 a sus propiedades (entre las que seguía contándose
este convento), se informa de las obras de reforma que en él se habían llevado
a cabo y del proyecto de construir “una
gran iglesia”. Templo que se concluyó en 1728 y que hoy se conserva, aunque
en estado ruinoso.
El
diseño de esta gran obra conventual se plasmó en dos pergaminos conservados en
el Archivo Histórico de Protocolos de Alcañiz. De su observación se deduce que
este complejo conventual tuvo iglesia (con cripta, bóvedas de lunetos y cúpula
en su capilla mayor), hospedería y zona propiamente conventual, con sus
correspondientes celdas para los religiosos, claustro, refectorio, librería,
etc. Todo ello complementado con otras dependencias “secundarias” como las
cocinas y despensas, aljibes, graneros, hornos, etc. Y estancias tan curiosas
como la utilizada para las mortificaciones.
La
librería mencionada en este documento contuvo una magnífica colección de libros
destruida en gran parte por los franceses, a principios del siglo XIX. Este
convento, además, asumió la formación de los jóvenes de las familias de mejor
posición de la zona, con lo que se puede afirmar que la cultura y la educación
estuvieron históricamente vinculadas a este edificio.
En
1835, a raíz de su desamortización, fue abandonado por los religiosos. A la
exclaustración general de religiosos sucedió –entre 1835 y 1837- el incendio y
destrucción del convento. Su retablo mayor, otros retablos menores y sus dos
campanas fueros trasladadas a la iglesia del Pilar de Calanda. Aunque,
desgraciadamente, ninguna de estas obras se han conservado. En 1842 fue vendido
a favor de Antonio Calvo y desde entonces ha mantenido su condición de
propiedad privada.
Actualmente
este antiguo conjunto conventual presenta un aspecto ruinoso, aunque todavía
conserva varias zonas importantes, como la monumental fachada principal de su
iglesia, la gran cúpula de su capilla mayor (que parece sostenerse gracias a
hilos invisibles), las arquerías de su sobrio claustro, etc.
La
regularidad de su planta, los elementos clasicistas que en él se incorporaron y
su propia monumentalidad provocaron que en ciertos ambientes se conociese a
este convento como “el Escorial aragonés”. Entre las historias que se cuentan
sobre este convento destaca la que relata cómo, tras una gran helada acaecida
la noche de los Inocentes de 1829, los “descalzos” del Desierto tuvieron el
capricho de tomar chocolate sobre la superficie helada del llamado pozo del
Estrechillo o Estertillo. Y todavía más interesantes son los sucesos recogidos
en la Historia monástica...de Manuel de San Martín. Especialmente curioso es el
que narra el extraño suceso protagonizado por la reliquia (calavera de un
venerable religioso de la orden) que presidía la gran mesa del refectorio de
este convento: “...Estando una noche dos
hermanos en la cocina friendo pescado, llevaban su conversación sin respeto al
silencio que en aquella hora tan encarecidamente nos impone nuestra Regla,
pareciéndoles que el trabajo y sus circunstancias los dispensaban por entonces
de la obligación de callar. Con esta persuasión hablaban sin reparo ni
escrúpulo, cuando de repente advirtieron un ruido extraordinario en el
refectorio. Estaba abierta la ventana del repartidor, llegáronse a ella con luz
a explorar y nada vieron. Atribuyendo el pasado ruido a alguna contingencia
desconocida de ellos, continuaron su trabajo y su conversación, y por segunda
vez oyeron un golpe, con más estrépito que el primero. Repitieron su
exploración por el repartidor y vieron que la calavera de la mesa traviesa,
estando ellos mirando hacia ella, dio un salto y se puso en medio del
refectorio y luego desde el medio del plano del refectorio, en otro salto, vino
a parar al plano de la misma ventana del repartidor. Y con esto, llenos de
sobresalto, conocieron su culpa de inobservancia y fracción del silencio,
cesaron de hablar penetrados de temor. Y así, la calavera en otros dos saltos
se volvió a la mesa prioral, en donde se conserva hasta el día de hoy, la misma
idéntica que por respeto a este suceso no se han atrevido a mudarla ni ponerla
de pintura...”
Para
concluir este breve apunte sobre este magnífico edificio, querría subrayar el
gran valor del conjunto del que forma parte (definido por el propio edificio
conventual, ermitas, peirones, fuentes, nevera, almazara, etc.) y el inmenso
valor del entorno paisajístico en el que se incluye, el cual conserva todavía
el ambiente de paz y sosiego que cautivó hace más de trescientos años a los
religiosos carmelitas.
Sus
restos constituyen un puente evocador y nostálgico hacia el pasado. El silencio
que sobrecoge al visitante cuando se acerca a él parece romperse ante su “grito
agónico” de anhelo de supervivencia. Grito que podría silenciarse de llevarse a
cabo un interesantísimo proyecto de recuperación de este monumento, que
pretende convertirlo en un centro de creación y debate artístico, coincidente
con la idea europea de “Red de Centros Culturales de Reencuentro”, con lo que
se integraría en el contexto del desarrollo cultural y turístico del Bajo
Aragón y se convertiría en un elemento clave de dinamización del mundo cultural
aragonés. Confiemos, por tanto, en que vuelva la cultura a alojarse entre sus
muros y que renazca el espíritu humanístico que tuvo en el pasado. Y que la
“maldición” que parece perseguirle desde su construcción – en forma de fuego,
saqueos, ataques violentos y abandono- no se torne esta vez en la indiferencia
y desidia que firme su cruel y definitiva sentencia de muerte.
THOMSON
LLISTERRI, Teresa, “El convento del
Desierto de Calanda”, en Comarca del Bajo Aragón, Colección Territorio nº
18, Zaragoza, Diputación General de Aragón, 2005, pp. 157-159.
aun2016
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