El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde
tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus
ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a
Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista,
con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e
izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido,
misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo
mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo,
inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y
parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él,
llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca
de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que
le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao.
Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de
respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el
césped.
Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se
contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta
cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos
que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el
alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón,
que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran
para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos,
el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado;
ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos,
decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés
estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es
que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de
toda comunicación con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del
telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta,
inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había
vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía
aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir
en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien
alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera
profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona,
llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más
sosegadas y doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla,
como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín
tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se
extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la
heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!
Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con
atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad
necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse
sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el
deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía
que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo
le había picado la mosca.
“El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante… ¡todo eso estaba tan lejos!”
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera
vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del
Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días,
renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por
la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito
inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba,
una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse
en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable
monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con
antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.
En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más
agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo
mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía
prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un
recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en
gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada
del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí
tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente
pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao
Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos
del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del
sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños
esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes
eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir
la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura.
Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las
peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a
brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y
Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de
la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban
horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados
cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila.
En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los
dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma
vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto
los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana,
la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne
serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de
ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser
vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en
sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para
otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba
tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera
los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había
tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años
atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto
es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y
callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían
de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria,
la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos
esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas
las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un
camino.
En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso para estrar
el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la
Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir
de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la
lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el
interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre
madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el
ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de
parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas,
soltaban el recental, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo,
corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre,
volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.
Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida
del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier
compañera, fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y
horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en
incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.
“Cuidadla, es vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo.
El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el
regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar,
estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.
Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera
por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa
dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó
tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mio pá la había llevado al xatu.”
No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala
gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por
perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.
Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a
él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño.
Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los
que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto
echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío
al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se
abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta
en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá, pensaba, que yo
no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que
vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo,
volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre
la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los
aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor
trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera;
un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos
duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de
llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos
enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso… Por
fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un
abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón, por una
calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en
flor, le condujo hasta su casa.
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.
Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño
miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del
mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un
rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su
establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila.
Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como
puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
“¡Se iba la vieja!” -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
“Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.”
Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis,
como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la
derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la
hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban,
los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de
ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.
El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del
rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el
comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón
había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el
bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa
las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de
Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros
de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si
dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados
suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva,
trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos,
pero viva, feliz… Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera
y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con
ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron sobre su amiga;
besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón,
agotada de pronto la excitación del vino, cayó como un marasmo; cruzó
los brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen
trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente
comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:
-Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.
Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!
-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su
lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio
en la aldea.
Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto.
De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un
furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos,
vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas,
miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.
Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:
-La llevan al Matadero… Carne de vaca, para comer los señores, los curas… los indianos.
-¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Cordera!
Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos
de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su
compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus
apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones…
-¡Adiós, Cordera!…
-¡Adiós, Cordera!…
Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.
Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola,
esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos
amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la
trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas,
pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de
pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al
suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que
dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande,
al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.
Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a
su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las
ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que
sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:
-¡Adiós, Rosa!… ¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Pinínl ¡Pinín de mío alma!…
“Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo.
Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma,
carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.”
Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana
viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que
repercutían los castaños, las vegas y los peñascos…
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.
-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en
no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba
todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un
pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del
pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción
de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:
-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!
Revista La Esfera
Madrid, 5 de enero de 1929
Autor: Leopoldo Alas (Clarín)
Dibujos: Ribas
aun2016
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